El debate acerca de lo que debe considerarse o no “cine” está en el candelero. El propio rey Midas de la industria, el grande y poderoso Spielberg, dejó clara su posición en la pasada edición de los Oscars a raíz de los premios obtenidos por Roma, la película de Alfonso Cuarón producida por Netflix.
En la opinión del veterano director y productor, el único cine que merece ser catalogado en esa categoría es el que está destinado a estrenarse en salas (aunque en posteriores declaraciones suavizó su postura). Tal afirmación podía aplicarse tajantemente en el pasado. Pensadlo: hubo un tiempo en el que la única forma de ver una película era en pantalla grande. En el que, con mucha suerte, tenías una radio en casa. La llegada del televisor y el vídeo doméstico cambiaron la industria, pero la cosa no resulto mal del todo, ya que los derechos de emisión y la distribución en vídeo supusieron una inesperada fuente de ingresos. De todas formas, la calidad de imagen de aquellos pesados aparatos de pantalla combada y tubo trasero dejaban mucho que desear, sin hablar de los reproductores de vídeo: cabezales sucios, imágenes inestables, franjas grises… Los que habéis vivido esa época sabéis de lo que estoy hablando.

Ahora tenemos pantallas de 60 pulgadas, proyectores, 4K, blu-rays… y streaming. La posibilidad de ver lo que quieras, cuando quieras y donde quieras. Sin tener que salir de casa. Sin consultar horarios. Sin publicidad. Un verdadero festín para cinéfagos…
Obviamente, nada puede compararse a la experiencia de una sala oscura y una enorme pantalla. No olvidemos que la proyección fue parte intrínseca en la génesis del séptimo arte. La sensación de inmersión, de aislamiento del mundo exterior y de la vida real, la capacidad para maravillarnos y hacernos viajar a otros mundos, otros tiempos y otras vidas, es más intensa y completa dentro de una sala de cine. Es por ello que debe fomentarse el que las nuevas generaciones adquieran el hábito de este ritual y comprendan su valor cultural, y que no lo pierdan ni lo olviden aquellos que disfrutaron del mismo con asiduidad en su infancia y juventud.
Pero lo que no entiendo es la obsesión de algunos directores por tratar el cine proyectado y el emitido como excluyentes y enfrentados, cuando en realidad son complementarios. Netflix, HBO, o Amazon Prime producen películas que no hubieran visto la luz de otra forma. Es cierto que muchas son de calidad dudosa, pero de nuevo ahí tenemos Roma, un verdadero prodigio técnico, una historia conmovedora que ahora mismo solo existiría en la mente de Cuarón de no ser por la financiación del gigante del streaming.
Hay otras realidades a tener en cuenta: operas primas o filmes independientes con una distribución mínima, que solo puedes disfrutar si vives en Madrid o Barcelona. Pueblos y pequeñas ciudades que carecen de salas y que obligan al espectador a desplazarse al centro comercial más cercano. Entradas a precios poco populares. Las plataformas de streaming nos permiten disfrutar de un amplio y variado catálogo de películas (y series, no lo olvidemos) para todos los gustos, por un precio bastante razonable. Además, su implantación en nuestro país ha supuesto una reducción significativa en la piratería.
Les guste o no a los gigantes de la industria, el streaming ha llegado para quedarse, y eso me alegra. Os lo dice alguien que prácticamente acude al cine cada semana, en sesión doble cuando es posible. Solo espero que seamos capaces de encontrar un equilibrio que nos permita seguir disfrutando de ambas experiencias por mucho tiempo.
En mi próximo artículo, analizaré las distintas plataformas existentes y sus respectivos catálogos. Hasta entonces, ¡felices películas!