En los tiempos que corren, en los cuales nos informamos y opinamos a razón de un clic o un simple vistazo a una pantalla, el sosiego de pensar y dejar madurar las cosas se ha convertido en un privilegio olvidado y denostado por su inutilidad.
Andamos estos días revueltos por la polémica suscitada por la crítica a la donación millonaria de Amancio Ortega, a la que se suma la crítica de la crítica, y a esta directamente el insulto y el improperio. Es propio del español cuando se queda sin argumentos atacar insultando, y negarse a pensar más allá de su propia convicción por la que mata o muere. Yo mismo me he dejado llevar por esta vorágine, lo confieso, y cuando he querido darme cuenta estaba metido en debates y polémicas que no me ayudaban a ver donde se quería llegar, ni por un lado ni por el otro.
Los que se posicionaban en contra de dicha donación lo hacían con argumentos insuficientes y hasta peregrinos, defendiendo eso sí que quienes deben cubrir esa necesidad de dinero y maquinaria especializada es el estado. Los que por su parte criticaban a los criticadores lo hacían con argumentos igual de superfluos y malsonantes, llegando al extremo de decir que quienes no querían dicha donación preferían ver a la gente morir de cáncer. Polémica de bajo peso que no aporta nada de nada, como la inmensa mayoría de controversias suscitadas por políticos, que acaso solo ha servido para que la gente opine, hable o critique. Para que incluso un cantor de rancheras, algo muy español, se convierta en faro de opinión sin el menor atisbo de vergüenza ajena. Yo por mi parte encuentro en todo esto el amargo regusto de dos formas de pensar que solo se superponen para quedar una por encima de la otra, cada cual con sus razones ficcionadas e intereses de lo más diverso.
No quiero entrar a valorar la donación de Ortega, ni cuáles serán sus beneficios a las personas enfermas de cáncer. Si estoy en disposición de criticar y exigir que el gobierno de mi país refuerce el estado del bienestar en el que he nacido, al que he visto crecer y al que desde hace algunos años deja morir de inanición. Las donaciones no deben ser una manera de tapar grietas de un sistema que pagamos todos y cuyo mantenimiento y mejora debiera ser el pilar de cualquier sociedad, el estado solo es el garante de que los medios lleguen donde deben llegar y para lo que deben llegar.
Mi educación católica, la cultura judeocristiana a la que pertenezco y que tanto influye en mi modo de pensar y de actuar, incluso sin ser consciente de ello, me enseñó que la caridad es una virtud. Lo acepté sin entenderlo mucho, como otras tantas ideas y conceptos que con el paso de los años fui olvidando y redefiniendo para encajarlas en mi propia versión del cuento. Con la caridad tuve ese mismo proceso. Me tocó entenderla y manejarla a fin de saber que escondía detrás. Viejos maestros me enseñaron que la caridad podría ser una manera de sometimiento, un insulto innecesario de quien tiene de más a quien ni siquiera tiene de menos. Que la caridad era un programa redistributivo de arriba hacia abajo sin que nadie más que los de arriba decidieran el cómo y el cuánto. Advertí entonces que la caridad, la limosna, la donación, escondían tras de sí sentimientos de poder arraigados desde siempre en el hombre, un poder de quien tiene sobre el que no tiene, una manera de asegurarse la buena conciencia sobre las malas acciones. La caridad pasó a ser entonces para mí una virtud denigrante y obscena, cuyo único merito es el aplauso de quienes como borregos solo aspiran a estar en la posición de repartir y no de recibir.
No me importa lo que Amancio Ortega haga con su dinero, ni en qué lo emplee. Tampoco que su fortuna se deba a un capitalismo feroz que acabará consumiendo al mundo y a todos nosotros con él. No me importa lo que piensen unos y otros, salvo si logran que me detenga a pensar por mí mismo.
Pero no soporto la caridad, venga de donde venga.

La caridad de Zara
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