Tengo desde hace tiempo mi propio panteón de muertos ilustres. Es un panteón que comencé a construir con una exagerada vocación por el espacio y la amplitud, y que pasados los años reduje a una sala pequeña y angosta, pero bien ordenada y limpia; por fuera es de líneas simples y nada ostentoso; no más que la morada de algunos finados que me dejaron custodiar sus restos por respeto y amor hacia sus obras.
Y entre esos muertos ilustres Henry David Thoreau es uno de mis más queridos y venerados. No admiro a ningún vivo, ellos, como yo, estamos sujetos a vaivenes y extravagancias que pueden estropear la mejor de nuestras historias, y solo el tiempo es un juez ecuánime para los méritos de una vida. Quisiera recordar con claridad el momento justo en que aquel hombre del nuevo mundo y yo nos encontramos; en que parte de mi búsqueda dejé sobre él una señal para no perder nunca más la referencia; si tal vez hubo alguien que me avisara que un tipo peculiar nacido en Concord doscientos años antes de que vieran la luz mis ojos decía cosas que iban a despertar mi conciencia a golpes. Pero nada de eso adquiere rango de necesidad cuando sientes que hablas con un hermano, porque cuando las razones adquieren el rango de sentimientos explicarlos es una osadía.
Considerado por muchos como el primer ecologista por su defensa de la
naturaleza, no quiso encontrar en ella más que a sí mismo, como quien plantado
frente a su madre no quiere desafiarla, sino que sea su báculo y su guía. Era
su búsqueda la misma que exigía a todos los seres humanos como un deber
inalienable, la de alcanzar su propia libertad e independencia para no verse
jamás sometido de palabra u obra. Durante algo más de dos años se recluyó en
una cabaña construida con sus propias manos el bosque de Walden. Quería vivir
en plena naturaleza buscando las repuestas que llevan ahí desde que el hombre
tuvo conciencia de su singularidad, de su lucha y su milagro. Hoy, en cambio,
vivimos tan alejados de la naturaleza que hemos dejado perder una sabiduría
ancestral nacida de observar y respetar esa misma naturaleza, la misma que nos
permitió llegar hasta donde estamos. Hoy sería casi imposible emular la
aventura de Thoreau. Apenas queda naturaleza virgen, apenas espacios sin dueños
o lugares inexplorados sin restos de huella humana. Hemos sido capaces de
domeñar lo más salvaje de la naturaleza para que sirva a nuestros intereses
como si fuéramos sus dueños, y en cambio apenas hemos aprendido a sujetar en el
fondo de nuestra alma ese lado salvaje y autodestructivo que nos pone en
evidencia frente a nosotros mismos como especie dotada de inteligencia.
Pero mi ilustre muerto es mucho más que todo eso. Es un pensador libre, que reconociendo su individualidad como garante de un corazón noble y justo, es capaz de oponerse a cualquier injusticia. “Debéis ganaros la vida amando” nos dice, y yo siento que me lo dice a mí; que me susurra al oído que “no vine al mundo para hacer de él un buen lugar para vivir, sino a vivir en él, sea bueno o malo”.
El vuelo de las aves, el cauce de los ríos, el sol y la tormenta, la querencia invisible del aire, el estruendo silencioso de la vida que se abre paso a pesar de los obstáculos, esa vida que no conoce de imposibles ni de miedos porque solo es una fuerza cósmica que debe realizarse, que debe cumplir su función. Esos son los maestros de Thoreau, los que confirman a su alma lo que ya intuía, que se “requiere más de un día de atención conocer y poseer el valor de un día”.
Supongo que todos idealizamos las cosas que amamos, es algo inevitable. Thoreau es una vieja barca aún segura y resistente, es el agua que la sustenta, la tela que la empuja, el viento que se ríe con su torpe cabecear. Es como esos lugares a los que vuelves cuando las respuestas que buscas no te sirven, porque parecen hechas a medida de otras preguntas. Cuando la mentira se asemeja tanto a la verdad que cuesta distinguirlas. Es entonces cuando Thoreau se alza como un faro a ras de la tierra que tanto amó, cuando sus palabras, su propia vida, son las mejores señales para emprender nuestro propio camino.
No poseo más fe que la tengo en el hombre. Nada hay más valioso. Thoreau, Whitman, Emerson, aquellos viejos locos americanos lo sabían. Y sin considerar la vida como algo sagrado, vivo a sabiendas que he de obedecer aquel mandato grabado a fuego en cada uno de mis átomos, ¡vivir!
Y sin embargo nadie nos enseña a ejercer el arte de saber vivir. Porque no basta con respirar, no basta con cumplir un guión que todos envidien. No, no basta. No basta con encadenarse a un trabajo que agote lo mejor de nuestras fuerzas; no basta con ser el mejor, el más rápido, el mejor pagado. No, no basta. Thoreau lo sabía, intuía que nos encaminábamos hacia un mundo donde “debemos amontonar grandes cantidades de hacer para conseguir un pequeño diámetro de ser”.
Si levantas la vista de tu pantalla y observas el mundo en que vivimos parece hecho para alienar al hombre, para que crea que elige mientras se coloca el mismo las cadenas que atrofian su capacidad para desarrollarse. La fragilidad del hombre es tan grande como su vanidad, la primera lo mata, la segunda le hace parecer ridículo e insignificante. Sin embargo no creo que debiera importarnos acumular enormes cantidades de hacer, si con ello logramos un pequeño diámetro de ser, pues eso es lo que hace que encuentres tu sentido a la vida, y lo que marca toda la diferencia. Cada día ocurren a nuestro alrededor infinidad de pequeños milagros, no más grandes que un instante, pero con un peso y una masa descomunales. “Si existe algún experimento que le gustaría llevar a cabo, adelante. No deje espacio para las dudas que no le sean satisfactorias. Recuerde que no tiene que comer si no está hambriento. No lea los periódicos. No deje pasar ninguna oportunidad de sentirse melancólico. Y en cuanto a la salud, considérese sano. No se empeñe en encontrar las cosas tal y como usted cree que son. Haga lo que nadie más puede hacer por usted. No haga otra cosa”.
¡No hagamos otra cosa! Amo a Thoreau lo mismo que amo a los hombres, en mí los veo a ellos, en mí tengo todos los mundos posibles. Mía es la responsabilidad, de nadie más, de ser yo el mejor mundo posible.