Una vieja sensación de desasosiego

Hace unos días he recordado una vieja sensación de desasosiego nacida del más absurdo de los motivos. Solía comprar una revista bastante conocida sobre ciencia a la que acudía por tener una página dedicada únicamente a citas de personajes ilustres, reconozco que era mi sección favorita. La portada de aquel número era impactante, y tendrán que perdonarme por no recordarla con exactitud, pero el titular decía algo así: Al sol le quedan X (no recuerdo cuantos) millones de años de vida.

Visto con perspectiva resulta absurdo, lo admito, pero no quiero dejar de contarles cual fue mi reacción al llegar a casa y asimilar aquel titular tan amenazante. De pronto sentí que mi tiempo se acababa, que lo que tuviera aún por hacer, por experimentar, por descubrir, contaba con apenas… varios millones de años. Con el corazón acongojado y las gónadas buscando acomodo en mi tráquea me sentí invadido por un temor irracional hacia el fin del mundo, una especie de trance alucinatorio donde el sol me derretía como a Sara Connor en Terminator. Reconozco, no sin cierto pudor, que aquella sensación me duró algunos días, tal vez los que necesitó mi cerebro para asimilar que aquella amenaza, cifrada en millones de años, escapaba de mi compresión, y que nada hacía presagiar que fuera a contemplar la muerte del sol.

Supongo que adentrando un poco más en aquella experiencia uno podría descubrir rasgos de mi propia personalidad, urgencias vitales y algún que otro psiquismo enterrado por ahí. Pero lo que me ha llevado a recordar semejante episodio es el ambiente que últimamente noto a mi alrededor de amenaza constante, una manía por advertir lo mal que van las cosas en nuestro planeta, y una más que justificada preocupación por el futuro. Muchos son los problemas que aquejan al enfermo, y muchas las advertencias serias sobre un futuro que quizás estemos hipotecando a nuestros hijos. Y eso, según dicen, está a la vuelta de la esquina, y no dentro de millones de años.

Bien es cierto que el hombre ha vivido siempre bajo la amenaza de catástrofes varias, y no había mileno al que no se le colgara el sambenito de ser el último. Esa manía por acortar los plazos de todo menos los de una hipoteca aún se pueden ver en las cifras que dan quienes creen que se acerca el final. No soy de quienes niegan los problemas, imposible hacerlo salvo que cobres de alguna multinacional del petróleo; ni tampoco soy un vocero agorero, y disculpen la rima; creo que nuestros actos, este capitalismo feroz que lo invade todo nos está arrastrando por un camino que tal vez no tenga retorno… pero eso es otra historia.

Lo que yo quiero contarles es que a pesar del plástico en los mares, el cambio climático, el problema migratorio, el ascenso de ideologías ultraconservadoras, la precariedad laboral, los políticos inútiles y mil cosas más que no me cabrían en este artículo, hoy no siento esa angustia ni ese miedo que sentí aquella vez. Supongo que porque intento reciclar y reducir mis necesidades de consumo, controlar la energía que gasto, pedir las cosas por favor y dar las gracias, sonreír siempre que pueda y ayudar a los demás sin exigir nada a cambio. Tal vez alguien, yo mismo quizás, me diga que el tiempo y el conocimiento dan perspectiva y una conciencia real de los problemas. No lo sé. Lo que sí sé es que nada de todo eso evitara un cataclismo llegado el caso, y que mis actos, por pequeños e inútiles que parezcan, son importantes para mí. Porque si este mundo ha de irse a la mierda, al menos que uno lo haga con dignidad, sabiendo que puso de su parte, al pie del cañón y sin abandonar tu puesto cual capitán del Titanic.

Lo demás solo son cuentos para asustar a los niños.

Sobre el autor

Deja una respuesta