Verano

El verano es esa época del año en el que todo parecer revivir, desbancando por meritos propios a la primavera, autentica estación de fertilidad y explosión de vida. Para mi es  síntoma inequívoco de los tiempos que vivimos, esos que algunos llaman de la posverdad, donde ya todo parece estar manipulado y resulta cada vez más difícil discernir el grano de la paja; todo ello agitado por vendedores de humo y especuladores sin escrúpulos.

El verano llena las costas, las ciudades, los pueblos, los bares y las terrazas con una plaga bíblica de adoradores del estío que buscan disfrutar de un merecido periodo de vacaciones. Ahora la oferta de ocio es tan amplia y variada que no existe excusa para guardarte tus míseros euros en el bolsillo en vez de gastártelos en una cena en la terraza de moda, o en el destino del que todo el mundo te habla, o en ese concierto que llevas meses esperando. Nada hay más lleno de propuestas que el verano. Porque hay que llenar las vacaciones con un sinfín de actividades, hacer esas cosas que no volverás a hacer los siguientes once meses, pero que te hacen sentir que tu descanso no es baldío ni monótono.

No importan los inconvenientes, la masificación, los atascos o las esperas con tal de poder hacer eso que llevas meses esperando, aquello por lo que has hecho tantos kilómetros esperando encontrar descanso y librarte al fin del estrés de tu vida diaria.

El verano es una época mágica, de largas noches e interminables conversaciones alrededor de una cerveza bien fría. Es una época que favorece el reencuentro y el tiempo que tan a menudo nos falta para hacer cosas tan simples como perder ese mismo tiempo en dormitar a las horas más calurosas del día. Y así, sin darnos cuenta, el verano ha terminado por convertirse en un negocio sin más, del que unos disfrutan y otros hacen su medio de vida. Una época en la que debes hacer algo, casi por imperativo legal, en la que debes planear tu viaje, tu estancia o tu alquiler veraniego, en la que debes llenar tu día desde la mañana a la noche, para volver y poder contar las glorias de tu cruzada en tierra infiel. ¿De qué si no vas a hablar cuando vuelvas a tu rutina y aún no haya empezado la liga de fútbol?

 Nos hemos convertido en adoradores de la experiencia por el mero hecho de tener algo que contar, algo con lo que llenar la memoria de nuestros dispositivos móviles. Nada es más antisocial hoy en día que no poder relatar lo interesante que es tu vida, lo llena de experiencias y emociones con las que llenas tus fines de semana o tus vacaciones. Escapamos de nuestra miserable situación, hartos de permanecer en nuestro domicilio para ir a cualquier lugar remoto y distante y al llegar allí, descubrir que nuestro espíritu sigue preso de la misma angustia.

El verano tal y como lo entendemos hoy es un invento demasiado reciente. Pero incluso hoy en día mucha gente no puede permitirse el lujo de coger vacaciones, de procurarse un viaje o vivir una experiencia de las que te venden ya enlatadas. Mi padre jamás cogió vacaciones, no recuerdo que dejara de trabajar salvo tres días al año. Y con él tampoco su familia. Dicho así parece una tragedia, pero ni mucho menos. Mis veranos eran un verdadero no hacer nada. Acabado el colegio todos los niños de la barriada  nos adueñábamos de las calles y disfrutábamos nuestro tiempo de la mejor manera que sabíamos, disfrutándolo sin expectativas y sin ir más allá del presente. Se jugaba, se quedaba para ir a la piscina y volver andando, y por las noches, mientras nuestras madres charlaban hasta la madrugada sentadas al fresco, nosotros nos reuníamos en una esquina a beber cerveza, preludio de lo que se acabó llamando el botellón. No había más presión que la del robar el balón a tu compañero, ni más agobio que el que no te dejaran prestada una bici. No había catálogo de viajes que te vendiera países exóticos, pero quedabas con la pandilla para ir a ver a las niñas que vivían al otro lado de tu barrio. Los veranos eran la manera de parar un tiempo que a todos nos termina agarrando, el de las responsabilidades, del trabajo y la obligaciones, y que ahora, visto lo visto, no parece querernos soltar nunca, ni siquiera en verano. Cualquier momento debería ser bueno para parar y poder detenernos a no hacer nada, salvo contemplar. Y así, mientras las prisas se nos van de las venas y los agobios y los problemas se toman un respiro, podemos tal vez recordar aquellos veranos en que éramos capaces de disfrutar la vida sin tanto andamiaje ni tanta carga inútil. Cuando tu mundo era tan inmenso como la calle en la que jugabas.

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