Crónica de un viaje a la infancia

«Papá, voy a cogerte la cartera», mientras en su rostro se dibujaba la ilusión de quien ha encontrado unas monedas entre los dedos. Hay grietas por las que se asoma la sonrisa y un abrelatas cuyos dientes besan con pasión la boca abierta de una hucha. ¿Hay suficiente dinero para el Oceanografic?, me pregunta. Hay suficiente corazón para los sueños, le respondo de inmediato.
Alfonso nos acompaña en el viaje. Partimos hacia Granada. En el Parque de las Ciencias hay más alas en los pies de un niño que en todo el mariposario. En las aceras del Darro duerme la siesta el silencio y el murmullo del turista se confunde con el rumor del río. La tarde se acuesta sobre los muros avergonzados de la Alhambra. Antonio combate el miedo con un colgante de diente de tiburón al cuello en uno de los bazares que empapelan el paseo de regalos.
Nos acercamos a Altea que se alza sobre la cumbre de un suspiro donde la luna se derrama bajo las fachadas blancas de sus casas y las calles estrechas y empinadas descansan en un abrazo de bares y de luces. Subimos al castillo de Guadalest desde donde se impone la calma de un embalse, el murmullo verde de un valle que acaricia con ternura los oídos del viajero y un mirador que abre los ojos al milagro: no hace falta levantar la mirada para ver las estrellas. El cielo queda aprisionado bajo las aguas del pantano. Guadalest es un pueblo salpicado de museos en miniatura en el cual los elementos aparentemente insignificantes lo significan todo. Es un espejo que calca con sabiduría el gesto alegre de la vida.


Y por fin entramos en el Oceanografic. Es cierto que los animales viven en cautividad. Es cierto que la libertad va más allá de una piscina. Es cierto que el mar y el aire no admiten fronteras. Pero también cabe destacar su labor divulgativa. Se convierte en caldo de cultivo para la investigación. Estimula la imaginación de la infancia. Nos recuerda a cada paso que existen mapas del tesoro que uno puede recorrer a pie. Antonio extravió numerosas guías del viaje. En varias ocasiones tuvimos que regresar al punto de partida. Se vio obligado a aceptar mis severas palabras al mismo tiempo que yo aprendía que nunca puedes sentirte desorientado si te quedan fuerzas para seguir adelante. Quien ejerce como padre desde el amor vuelve a reencontrarse con el hijo que fue, pone una nota de sol a los días de lluvia. ¿Qué importancia tiene el hecho de calarte hasta los huesos si desde dentro se agita la emoción?
Nos espera el peñón de Ifach. A veces la existencia es una pendiente que has de ascender con los zapatos gastados y unos minutos de incertidumbre. Nos detenemos en los miradores del camino a fin de recuperar fuerzas y enamorarnos del paisaje. Emprendemos el recorrido. Ahora la existencia es una serpiente de tierra donde uno esboza las diminutas huellas del tiempo, un laberinto de curvas que le quita las aristas a la tristeza. Subimos. En el último trecho se destapa un túnel en la roca. El amor consiste en tocar los dos extremos de la orilla. El hombre imita con impaciencia a la naturaleza. Hurga tan profundamente en sus entrañas que se mancha las manos de sueños y de recuerdos a fin de atravesarlos o de refugiarse en ellos dependiendo de si conviene la pausa o la huida.
En Morella la piedra se hace historia. El Cid cabalga con su séquito a conquistarla. A mí tan solo me ha hecho falta un instante para morir conquistado: subir a la cima. Vivir en las alturas. La ciudad conserva parte de la muralla y, sin embargo, yo me identifico con las enormes puertas de entrada al corazón de los que la visitan. No existen candados en aquellos rincones donde se estremecen las sombras y la fragilidad de una flor solitaria se deja mecer por el viento cargado de caricias. La piel siempre guarda la memoria de quienes la amaron.
En Ruidera persigo asombrado el sendero que nos lleva a las cascadas, me enredo en las zarzas, al morder unas moras, exactamente igual que el niño que correteaba por las calles lejanas de la infancia. Me mojo los pies en una barca de pedales. No soy el único. En el fondo de la laguna las nubes se bañan sin pudor, hermosamente desnudas. Pertrechado con un casco y una linterna me adentro en la cueva de Montesinos. Antaño don Quijote se hizo paso a ritmo de espada y de pájaros. Se deslizó con una cuerda y se quedó dormido en el interior. Hoy mi hijo desciende en busca de murciélagos que llevarse a los ojos. Yo acorralo al mago Merlín para que libere de nuevo a las hijas de Ruidera que con su llanto dan origen a las lagunas. Y el milagro del agua sigue cantando a pesar de los años. Don Quijote mantiene la bendita locura de hablar en voz alta, de decirnos que los sueños están para cumplirlos.
En Argamasilla de Alba nos citamos con Cervantes, preso en la bodega de la casa de Medrano. ¿Una apropiación indebida de impuestos? ¿Un lío de faldas? Probablemente una imaginación saludablemente desbordante para la realidad en la que vivió. Y el lugar desde donde arranca ese don Quijote que nos sigue embrujando con el tiempo.
De regreso al hogar, procuro atar con palabras la emoción. Encerrarla en el papel con el fin de recuperarla a través de la lectura. Hacer propia una interpretación muy libre del inicio de la obra de Cervantes. En un lugar del alma de cuyo nombre pienso acudir cada noche, vivía un padre y su hijo, dispuestos a poner siempre el corazón en juego. A mantener viva la llama de quienes lo habitan. A desatar la rutina. A afrontar las inclemencias del tiempo. A descorchar la botella de la sonrisa hasta quedarnos sin aliento.

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