El ser humano es destructivo por naturaleza, construimos para luego deconstruir. Somos así de simples, si tenemos grandes ideas, las viciamos de tal manera que acabamos por destruirla, tenemos la capacidad de empatizar, pero no la utilizamos, quizás no estemos tan evolucionados como creemos. Eso sí, somos tan avanzados para convertir en todo, lo que por sí solo no es. Y eso es lo que le ha ocurrido a la fotografía a lo largo de las últimas décadas.

No soy un experto fotógrafo, probablemente no soy ni tan siquiera un experto observador de fotografías, es más, diría que no tengo talento para ello, pero me gusta los momentos captados, las historias que se esconden detrás de cada fotografía, soy, un curioso innato, tengo sed de conocimientos, de ideas, de historias, todo es poco para saciar mi hambre de saber.
Cuando era pequeño, aprovechaba cada momento que mi madre me dejaba a solas en casa, para coger el álbum de familia, me sentaba en el suelo helado de terrazo, y pasaba las páginas mirando las fotografías de mis abuelos, de mis tíos, de nosotros cuando éramos aún más pequeños, cuando miraba mis fotografías intentaba recordar aquél momento, justo el momento en el que fue tomada y era fácil de recordar, entre otras cosas, porque la foto mostraba eso, justo eso, el momento, lo que en ese preciso instante estaba pasando. Cuando observaba las fotos de mi madre, cuando su pelo era largo y moreno, cuando su sonrisa dibujaba veintipocos años, trataba de imaginarme ese instante, quien la rodeaba, qué es lo que hacía, qué hora era, qué tiempo hacía, todo sobre esa captura. Supongo que por eso me gustan las fotos de Mintz, porque capturaban la vida, tal y como era, instantes del día a día, sin postureo, esa palabra ni siquiera estaba inventada. Si algo tiene de asombrosa la obra de Jerome Mintz es que captaba instantes y si además esos momentos tienen que ver con nuestra historia, pues más apasionante son. Unas niñas corriendo, una mirada de dos chicas, un hombre fumando en la entrada de la Alameda, algunas personas sentadas en la puerta de la plaza de abastos, sin filtros, sin retoques, Photoshop era solo algo del futuro.

La fotografía ya no es lo que era, se ha pervertido, se ha transformado, quizá tendríamos que buscar otro término diferente, duele llamarla fotografía, ya no capta la realidad, es más, la transformamos en algo irreal, mostramos lo que queremos que se vea, pero es, en algunos casos, imposible de diferenciar, de desligar lo real de lo irreal, por tanto, su nombre se desvanece al observarla.

Ahí estamos los seremos humanos, captamos instantes que no volvemos a ver en el resto de nuestra vida, algunos, los más sibaritas, las tienen ordenadas por años, por carpetas, por eventos, pero no vuelven a abrir la carpeta en años, y cuando lo quieren hacer, no encuentran la dichosa foto, acumulamos miles, otros millones, mas sin historias detrás, esas también quedan olvidadas en la subcarpeta, de la carpeta, de la colección, etc. Somos tan devoradores que ni siquiera reparamos en disfrutar los momentos, esos que te ofrece la vida cada día, nuestro hijo baila al final del curso y lo todos smartphones en mano, mira que bien baila mi hijo, aunque yo no lo pueda ver porque estoy tomando fotos de su arte, luego ya lo veré, jamás ocurre, jamás volvemos a ver esas fotos, quizás un par de veces la misma tarde-noche, nos vamos de vacaciones y traemos más fotos que recuerdos, pensando que los recuerdos están en las fotos, pero es una forma de engañarnos a nosotros mismos, y cuando compartimos algunos de esos instantes, le damos un lavado de cara, para que no muestre nuestra frustración porque no conseguimos el atardecer perfecto, o la postura adecuada, un simple retoque y al Instagram.