El canto primaveral de los pájaros me acompañan en el trayecto que separa mi casa de la de mi abuela. Una primera parada, un vaso de Cola Cao con leche templada y una tostá con paté. La observo sin pestañear mientras trocea una rebanada de pan y muele con fuerza unos granos de café en un molinillo verde laguna, aunque reconozco que no sé quien llegó antes a este mundo, si fue el molinillo o mi abuela. Los pedazos de pan van cayendo a un vaso transparente lleno de humeante café, que casi rebosa por el filo del vaso. La cuchara de hojalata viaja del vaso a la boca y viceversa en varias ocasiones para acabar de apurar el poso del café de un solo trago. Y yo todavía con mi tostá a medio comer.
Con ella me siento tranquila, no hay voces, no hay niños gritando, no hay ruidos que contaminen la paz que transmiten sus ojos, sus gestos. Todo lo hace con delicadeza, sin pausa, pero sin prisas, de la mesa a la cocinilla que ya hierve un puchero. La dejo, no sin antes besar su mejilla derecha.
El trayecto que separa la casa de mi abuela y de mi tía no dista mucho, apenas trescientos metros que recorro con alegría, por la acera, como me ha indicado unas cien veces mi abuela antes de dejarla frente a la olla de puchero, que espuma con maestría con una espumadera que debe tener la misma edad del molinillo de café. El sol irradia con fuerza, ayer estuvo lloviendo como si no hubiese mañana, sin embargo hoy, brilla el sol que me abraza y que me cubre como si fuese un caparazón de seguridad, en mi camino hacia la casa de mi tía. La calle por la que transito, es segura, apenas circulan coches, solo hay puertas traseras de los edificios colindantes, en menos de cinco minutos alcanzo la puerta metalizada que da entrada a la vivienda de mi tía.
Un buenos días y un beso prolongado me reciben al cruzar el umbral de la puerta de entrada. Me encanta visitar a mi tía. Sentada junto a la mesa camilla deshoja las pencas de las tagarninas, con delicadeza, como si cada una de ellas fueran a estar expuestas en el Museo Reina Sofía. Mientras tanto me pregunta por mi madre y mi hermana. “Ellas vendrán luego” le contesto con seguridad. En su casa también rezuma paz, solo se escucha el ladrido de un perro lejano y no hay nada que altere el bodegón que se dibuja sobre la mesa camilla, en la que mi tía, continúa afanada en su tarea de lucir las pencas que acabarán en la olla minutos más tarde, junto a un buen trozo de tocino, una morcilla, un trozo de costilla y un trozo de carne que harán que las lágrimas de mis primos y de mi tío caigan al mismo tiempo que la baba gotee desde sus bocas.
Aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, mi tía me manda a hacer varios recados, que acepto sin rechistar, pues se le ha olvidado el pimentón dulce y sin este ingrediente, las tagarninas no saben igual. Mi madre siempre ha dicho que soy buena recadera, me gusta ir a las tiendas a comprar los mandaos, escoger el género, saber lo que me voy a comer, eso se trae en la sangre. Dejo a mi tía acariciando las últimas pencas para volver a la casa de mi abuela, seguro que también quiere que vaya a hacer algún que otro recado.
El sol aprieta un poco más, si ayer parecía que se iba a acabar el mundo, hoy el mundo está naciendo de nuevo, incluso me sobra la parte superior del chándal, que amarro con maestría a la cintura. Por el camino me encuentro a la vecina de mi abuela, que me saluda con ese arte que solo hay en Andalucía, un “vaya con Dios” que tiene más de caridad que de saludo matutino. No tardo en alcanzar la casa de mi abuela, que me recibe con una mirada piadosa y proyectada a un papel con doscientas pesetas que descansan sobre la mesa del salón. Todo apunta a que mi deseo de hacer recados se verá saciado en cuanto coja el papel y el dinero de la mesa. Así es, dos cebollas, dos pimientos rojos, dos verdes y un bote de bicabornato. Y salgo en busca de la recova donde adquirir lo que mi abuela me había apuntado. Observo como una señora intenta colarse para ser atendida antes que yo, pero lo evito con un simple gesto de “yo llegué antes que tú, así que aparta”. Y cuando me doy cuenta, ya estamos sentadas las dos, una en frente de la otra, comiendo un puchero exquisito, a mí me sabe a gloria, con muchos fideos, más bien espeso, ella sabe que a mí me gusta así, con un huevo duro picado y algunos garbanzos escondidos en las profundidades del plato verde cristalino en el que nadan cientos, quizás miles de finos fideos.
Es curioso, la televisión que siempre está rodeada de ávidos espectadores, ancamiabuela es ella la que está de espectadora de nosotras dos, abuela y nieta, nieta y abuela, mientras una termina de fregar los cuatro cacharros, otra se afana en barrer las habitaciones y quitar el polvo a los pocos muebles que decoran las habitaciones. Y llega el momento, lo que más me gusta cuando visito a mi abuela es, salir al patio, cuidar las flores. Mi abuela es una gran amante de las flores, las entiende, las mima, las cuida, les habla, no les canta porque mi abuela no ha sido mucho de cantar, pero las entiende, es ruda en su manera de proceder, pero lo hace por su bien, (zas, rama fuera), es como cuando un padre da un cachete en el culo a su hijo, puede parecer rudo, aunque el hijo, no ahora, pero sí más adelante, entenderá que fue por su bien. No vivimos en Córdoba, pero el patio de flores de mi abuela es un espectáculo, los matices, los colores, la iluminación tras la tromba de agua del día anterior es, simplemente, majestuosa.
Aunque ya empieza a atardecer bastante más tarde, no puedo demorarme por más tiempo, la melodía del tic tac del reloj de cuerda que descansa sobre la encimera, me indica que es el momento de abandonar la morada de Cecilia, así que me despido con un beso rápido, mi abuela tampoco es de dar abrazos ni de mostrar más de lo justo y necesario, mas el amor se puede demostrar de muchas formas, el amor se disfraza, tiene múltiples cuerpos, un pedazo de carne más grande que el suyo, la parte más tierna de la fruta, la mirada, la libertad de los actos, yo nunca eché de menos su amor, o sí.
El camino de vuelta es tristalegre, porque un sábado más había disfrutado de la compañía de abuela y tía, mientras miro por la ventanilla del autobús que me acerca a mi pueblo, repaso todo lo vivido en ambas casas, las conversaciones que hemos tenido, nada cae en saco roto, todo está aquí, dentro, en mis recuerdos, en mi forma de ser, en mi forma de afrontar la vida, en mis hijas a las que siempre trato, en la medida de lo posible, regalarles sábados de paz.
In memoriam
Cecilia León