No hace tanto cuando me daba alguna que otra fiebre, mi madre en su inmensa sabiduría maternal, me decía que iba a dar un estirón. La cuestión es, que después de un par de días enfermo, a la mañana siguiente me levantaba de la cama un poco más alto. Ella cómo siempre tan certera, porque eso de criar a cuatro hijos da para mucho.
Avanzar a veces da mucho miedo, el pasado en ocasiones tiende a lastrarnos y la incertidumbre de lo desconocido nos provoca un inmenso desasosiego. Nos aterra tanto la oscuridad, porque no sabemos que hay detrás de su impenetrable manto. Este instinto tan primigenio pudo ser el detonante de la invención del fuego, más allá de sus usos prácticos. Una vez descubierta la iluminación en el mundo terrenal, la oscuridad comenzó a invadir nuestro espacio conceptual. Esta despiadada depredadora aprendió de sus errores y supo cómo adaptarse con suma sutileza a su nuevo hábitat. Deja vivir a su huésped, aprieta pero no ahoga, porque necesita alimentarse de nuestros miedos e inseguridades más profundas. Su indómita perspicacia le hace prever con sorprendente exactitud cuándo debe asomarse y cuándo retirarse a tiempo.
Ambas dimensiones nos ponen aprueba durante el largo proceso de aprendizaje del que se compone toda nuestra existencia. Qué sentido tendría crecer si no sufriéramos los diversos avatares que nos ayudan metamorfosear. Qué sería del sabor dulce del éxito y del amargor de la derrota, sin antes haber caminado descalzos entre los puntiagudos riscos de la llamada noche oscura del alma.