Opinión | Reflexiones últimas

Recuerdo la primera vez que lo vi. Era un cachorro precioso, de pelo suave y algodonado, negro con algunas manchas blancas y esa ternura que siempre parece traer de la mano la vida recién comenzada. Aquel peludo de cuatro patas pertenecía al hijo de un compañero de trabajo que tuve durante algún tiempo. Padre e hijo, italianos por nacionalidad y buscavidas por necesidad acabaron pidiéndonos el favor de acoger a su cachorro durante un tiempo, hasta que encontrasen otro alquiler que si les permitiera tener animales. Aquel compañero, hombre del sur como yo, que llevamos el polvo, el sol, la fatiga y el hambre en nuestras venas como cantara el poeta, me confesó que su verdadera profesión, y no la que ejercíamos juntos, era la de estafador. Una mañana no acudió al trabajo, al día siguiente el periódico traía la noticia de la detención de varios ciudadanos italianos en una localidad cercana, las siglas que aparecían en el cuerpo de la noticia eran las de aquel padre y aquel hijo, si es que lo eran.

Aquel precioso cachorro no volvió con sus dueños, quedó en casa, y allí fraguó a base de buena vida las hechuras de un perro nacido para pastorear, para dominar y mandar, con carácter insumiso incluso ante la mano de quien lo alimentaba. Al principio se adaptó como parte de la manada y era uno más en los juegos y en la caza del pobre pajarito, pero según fue creciendo y medía sus fuerzas con los demás perros su obsesión por escalar en la jerarquía lo metió en alguna que otra desagradable pelea entre quienes parecían ser sus iguales. Tuvimos que tomar medidas y apartarlo para que las peleas no continuasen, y así pasó toda su vida, disfrutando de un lugar seco donde dormir, comida y agua fresca y el cariño que siempre le di a pesar de mis recelos hacia él por lo hosco y huraño de su comportamiento.

Un día enfermó. Apenas salía y sus paseos se volvieron cortos y torpes pues caminaba con dificultad. Le descubrimos varios bultos en el vientre y nuestras sospechas fueron confirmadas por el veterinario. Nos costaba mucho desplazarlo por lo que acordamos que fuera en casa donde le diéramos un buen final. Me tumbé junto a él y le acaricie mientras el veterinario lo dormía, sentí una pena extraña, pero inmensa, el dolor de la separación, de la despedida, la angustia de saber que aún queriendo hacer algo más debía dejarlo marchar. Evitar su sufrimiento bien valía mi pena y mi llanto. Lo tuve junto a mí hasta que dejó de respirar. No dejé de acariciarlo, ni de decirle que todo estaba bien, que estuviera tranquilo, que le daba las gracias por todo lo que me dio sin pedir nada a cambio, por ser él y ser yo y haber tenido la suerte de compartir un pequeño espacio de tiempo juntos.

Yo tuve la suerte de poder dar a un ser vivo al que amaba un final digno, sin sufrimientos, sin agonía. La cruda realidad es que puedo hacer eso con una mascota, pero para mí o para algunas de las personas a las que amo es un derecho aún vetado en nuestra sociedad. Se podrá hablar y discutir de mil formas y maneras sobre ese asunto, y habrá en el sector más reaccionario de este país quienes crean que legalizar la eutanasia es un crimen, supongo que porque la vida no los ha postrado en una cama lleno de dolores y sin otra perspectiva que la muerte.

Ojalá llegado mi momento alguien me evite el sufrimiento y la agonía acariciándome y acompañando mis últimos instantes. Vivir es una imposición a la que se te lanza justamente para llegar a la última parada del viaje, y lo mínimo que deberíamos poder hacer es decidir como bajarnos.

Ahora que se ha vuelto a presentar una ley de Eutanasia en este país espero que lo políticos, los mismos que debieran meterse su poder ejecutivo por el culo cuando se ponen a dictar leyes que coartan la libertad del hombre, tengan la madurez y el valor suficiente para aprobar dicha ley y acabar con el sufrimiento y la angustia de tanta gente. Al menos así lo deseo.

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