Déjenme que les cuente una pequeña historia para ilustrar el motivo por el que hoy les escribo. Será un relato corto, de esos que dejan más preguntas que respuestas y cuyo final nunca acaba por escribirse.
Cuenta esta historia la búsqueda de un joven, que tras cumplir su servicio militar obligatorio, andaba perdido entre la inconsciencia de no hacer nada y la urgencia de una vida que comenzaba a exigir peajes. Con el deseo de encontrar algo que calmara una sed nacida del vacío, arrastrado por la urgencia y la torpeza de un rastreador atolondrado que desconoce las señales del camino. Nuestro joven, un letraherido sin más estudios que una EGB mal acabada y una cabeza llena de sueños, se lanzó a buscar allá donde le llevaran sus pasos. Y como nada es más cierto que aquello que uno proyecta es aquello que acaba recibiendo, pronto encontró a personas que reconocieron a este joven como a uno de los suyos, que le abrieron las puertas de su amistad y le ofrecieron su guía. Le invitaron a formar parte de una tertulia, donde cada semana, la única finalidad de aquella reunión era compartir, expresar, sentir, conversar por entre el humo del tabaco y los vapores del alcohol, acallar las voces de alrededor porque las suyas resonaban tan dentro de si mismos, que nada más existía en aquellas horas de tertulia, justo hasta el momento en que cerraban el bar. Fue así como nuestro protagonista llegó a amar la conversación como uno de sus mayores placeres, como aprendió el ritmo y la magia de las palabras, y como desde entonces sigue buscando incansablemente con el secreto latir de aquellas tertulias, que solían comenzar a fuerza de chascarrillos y lugares comunes para ir ganando en profundidad e intensidad. Y cuando acababan, tenían la extraña sensación de haber alcanzado a tocar algo con la punta de los dedos, y abrazados y mecidos por una madrugada demasiada ebria, pensaban, la próxima vez, seguro que la próxima vez. Pero la próxima siempre era distinta, y aquella que dejaban atrás única e irrepetible, y los dedos, el corazón y el alma de aquellos amigos tocaban una melodía cuyos acordes no sabían ya sonar en solitario.
A veces, el protagonista de esta historia y yo, coincidimos para conversar. Pero últimamente le noto preocupado, anda algo taciturno y son mayoría sus silencios . Él, que es un conversador sosegado y regio, lleva mal tanta crispación y tanto encono cuando asiste o participa en otras conversaciones. Me ha referido en varias ocasiones como parece existir en todos lados una tensión demasiado exacerbada, copia de esa tensión interesada y maniquea que desde la clase política, desde periódicos y televisiones, parecen empeñados en enfrentar a la gente. Cree que no interesa que la gente dialogue, que priman más el sectarismo y el fanatismo que el debate sereno y valiente. Toda idea puede y debe ser reflexionada, sin miedos ni vetos de ninguna clase, porque cuando se las discute y se las piensa, las malas ideas nunca suelen pasar el corte, algo que si ocurre cuando se las oculta entre la bronca y el insulto constantes. Observa con pesar que la gente suele olvidar lo más importante cuando conversan entre si, y que no es otra cosa más que el saber escuchar, que no el oír sin prestar atención. Escuchar a alguien es darle el tiempo necesario para expresarse, es acallar la voz de tu pensamiento, ansioso por imponer su opinión desmereciendo la contraria, lo que suele convertir el diálogo en un monólogo sin sentido.
La gente anda demasiado nerviosa, tal vez tengan motivos para estar así, pero nada se consigue con el grito o el insulto, con la mentira, con el desprecio o los argumentos contra la persona.
Conversar es una oportunidad que nos damos los seres humanos para conocernos, para desvelar aquello que ocultamos por miedo o por vergüenza, para que nos hagan ver aquello que desconocemos o simplemente nos negamos a ver. Es una oportunidad de crear algo cuyo valor no puede establecer nadie, ni siquiera el mercado, pero sobre todo es un arma, tan eficaz y necesaria como la de la educación.Conversar es un milagro hecho con materiales sensibles y baratos: tiempo, palabras y cariño.
A veces me pregunto si el protagonista de mi historia, aquel joven que sigue buscando a pesar de las heridas y los errores, no guardará tras su silencio un desencanto manifiesto ante tanta banalidad y tanta palabrería inútil y superficial. Como Quintero en uno de sus monólogos, él sólo pide un poquito más de profundidad, un poquito más, por dios, un poquito más.