Opinión | Memento mori

Supongo que muchos de los que lean este artículo de opinión conozcan de oídas aquella costumbre romana de hacer acompañar al general de turno, que hacía su entrada triunfante en Roma tras una gran victoria, de un esclavo que le susurraba al oído una frase corta pero muy significativa: memento mori, recuerda que morirás.

Últimamente he pensado mucho en aquella costumbre, muy útil para recordarles a los envanecidos generales que una victoria en el campo de batalla, exponiendo la vida de otros más que la suya propia, no les convertían en dioses capaces de disputar y usurpar el poder. Nada, salvo el recuerdo, queda de aquella costumbre y de la sabiduría que la alentaba.

Lo que si nos ha legado la historia, y su acólito el tiempo, son demasiados humanos con ínfulas de general, demasiados engreídos y pagados de sí mismos que van por la vida como si nada pudiera estorbarles en su afán de protagonismo, o como si alguna estúpida proeza de salón o de sangre les sirviera para alcanzar la gloria o el poder. 

No tienen quien les susurre al oído que sus logros no son más que fugaces corrientes de aire que por un instante les fueron favorables, y que como tales, mudan a su capricho para ir a soplar a otro lado. 

Ahora que vivimos en una crisis casi permanente, y donde las expectativas de futuro se parecen poco o nada a las que nos contaron, sería bueno revisar la vieja y olvidada costumbre que tenemos los humanos de morir. Porque a poco que los países del primer mundo fueron ganando en seguridad y bienestar, y la esperanza de vida crecía a la par que el enorme mercado en el que vivimos, la muerte pasó a ocupar un lugar lejano y casi mal visto en nuestras preciosas y bien decoradas sociedades. Se la arrinconó y se la ocultó a la vista, se dejó de hablar de ella, y salvo en los momentos en que se hacía presente e inevitable, todo a su alrededor se convertía en pura asepsia. Nos hicieron creer que podía existir un mundo perfecto, siempre que pusieras de tu parte y lograras llevar la vida perfecta. Para conseguirlo sólo tenías que negar las otras realidades, aprender a pensar que las guerras y catástrofes varias, así como dictaduras y demás calamidades, ocurrian en países lejanos a los que jamás irías de vacaciones; que bastaba con seguir las reglas del mercado, consumir y consumir hasta que tu índice de felicidad y colesterol estallaran sin importar las consecuencias; porque siempre podrías comprar algún paliativo para tu infelicidad, suministrada por el mismo sistema que te envenena.

Pero hete aquí que de pronto algo desmorona el chiringuito de la felicidad prefabricada, y que por mucho que nos queramos ocultar realidades mucho más atroces y penosas, un virus hace que te confinen, que pierdas tu trabajo, que tu gente pueda enfermar gravemente y desaparecer sin tan siquiera poder despedirte, que lo que ayer te parecía gris, hoy casi llegue al negro. Y todo de la noche a la mañana, porque las desgracias se larvan y eclosionan sin pedir permiso.

Pero no quiero quedar como un pesimista agorero, nada de esta situación es peor que cualquier otra a la que se hayan enfrentado cualquiera de nuestros antepasados. Solo quiero recordar que somos finitos, seres abocados a desaparecer cuando nuestro tiempo expire, y que nuestro único pertrecho en este viaje  es la capacidad de darle un valor a nuestra vida, hacer con ella algo bueno y hermoso.Quizás esta pandemia, a la que acabaremos por acostumbrarnos cuando la tan cacareada vacuna no pueda salvar a todos, sea nuestro particular esclavo que justo en este instante, sintiendo su aliento en nuestros oídos, nos va diciendo… memento mori, memento mori…

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