Puede que parezca algo redundante. Aún así es sincero y experimentado. Con lo cual, digno de aceptación. En este período del año, me siento ” bizcochona”. Y para poder usar el término y todo lo que conlleva, debería empezar por pedirlo prestado a una compañera, una amiga de Mancha Real. Ella, de carácter generoso, me daría permiso; lo intuyo…
Sentirse bizcochona en una época del año que rima con dulces y pastelería basada en almendras y miel es una exageración empalagosa. No obstante, es legítimo. Cada vez que le escuché pronunciar esta palabra, mi compañera se refería a un estado de sosiego, de plenitud calmada o por lo menos, mi mirada lo evaluaba así, viéndola con una sonrisa extasiada colgando de los labios.
Es cuanto menos sorprendente, que me sienta entonces dichosa en el momento de mi vida, durante el cual me ha sido arrebatado por varios meses volver a mi país y ver así a mi familia. Actualmente, la situación no ha mejorado lo bastante, a mi gusto, como para que me monte en un avión y vaya a compartir con la que me trajo al mundo charlas acerca de los últimos sucesos sanitarios mundiales, así como minúsculos elementos víricos que podrían contagiarle.
Y para descubrir el porqué de la cuestión, una noche, durante unas largas horas de insomnio, medité un rato y observé mentalmente a una ama de casa, a cualquier ama de casa que se precie, blandiendo entre sus dedos un trozo de bizcocho aún humeante, midiendo el resultado de su éxito, hundiendo lo justo y necesario, la yema de sus extremidades de bípeda con dotes culinario, en la textura calentita. Si está logrado, será tierno.
Concluí enseguida que mi amiga casi jienense, se encontraba en un estado de satisfacción perfecta. Un equilibrio de euforia y bienestar. Feliz como una perdiz, como cualquier mortal lo diría vulgarizando el asunto.
La interpelación se hizo más molesta todavía cuando me atreví a interrogarme; ¿cómo puedo sentirme tierna por dentro, como un bizcocho recién sacado del horno, si estoy donde no quiero estar en estas fiestas? Porque eso es cierto; estoy bien donde estoy, pero con la amarga sensación bucal de desear estar entre los faldones maternos. Y si no me equivoco, los faldones maternos también desean secretamente, púdicamente, silenciosamente, estar llenos de mí. Y ya que los faldones residen a 1450 kms, me adentro entre el tejido pasando horas enfrente de la chimenea, abrevándome de fotos antiguas, de recuerdos de mi infancia, de lecturas nutricias y gatos dormilones.
En esos momentos de bizcochonismo total, el neologismo merece la pena si pensamos en el olor que desprendería si fuera acompañado de tal capacidad, me paro a reflexionar sobre temas que para la mayoría de mis alumnos es un calvario ya que les recuerda la lista de preguntas que les hago para la producción oral de su examen de lengua francesa. Estos últimos días, me pregunté, porque vi la interrogación generosamente ofrecida en un post de filosofía y arte en redes sociales:
A quién pertenecen los abrazos? Al que los da o al que los recibe?
Me negué a mirar las centenares de respuestas redactadas por lectores ávidos de saber; un poco, porque me gusta sacar mis propias conclusiones, un poco recordando a Salus (“recordar”: volver a pasar por el corazón para no olvidar…) que me decía: Escribe!…un poco para honrar a mi docente de lengua de tercero de la ESO que me ha encontrado por Facebook después de 26 años sin verle, ni conocer su destino académico. Honrar el hecho que fue uno de los que me invitaron a saborear las líneas por las cuales Tristán e Isolda evolucionaban. Hoy, una de mis obras favoritas…un poco porque las palabras me enamoran… Porque las palabras sanan y apoyan.
Un poco por todo eso…me puse a preguntarme a quién le pertenecen los abrazos. Obviamente, la primera idea que surgió en mi flujo mental esturgiano fue que los abrazos no pertenecen a nadie. Que el concepto de posesión es tan lejano de un abrazo como lo están ahora los faldones maternos de mi querer. ¿Cómo entonces se le ocurrió a este desconocido preguntarse sobre este asunto ? Supo en aquel momento que iba a quitarme el sueño unos cuantos días y noches hasta descubrir una onza de contestación remendada y no del todo satisfactoria.
Y…como siempre acabo pasando todas mis dudas por la espumadera de mi corazón antes que por los cajones ordenados de mi mente…y vi una luz. Tenue. Una pequeña y febril respuesta.
No son de nadie porque quedan suspendidos en el hilo del tiempo como los jardines de Babilonia y así como el carácter fantasioso y exuberante de ese lugar, los abrazos conocen su apogeo en este mismo instante que son dados y recibidos y luego, pertenecen solamente a nuestra memoria que los pasa, una y otra vez, por el corazón para no olvidarlos. Porque a veces son la única balda a la cual podemos subirnos cuando una enfermedad se lleva lenta y fríamente a nuestros familiares o amigos, o cuando una pandemia mundial llega alegremente para darnos una charla en cuanto a nuestra manera de vivir y nos invita, quedándose en nuestra mesa meses y meses aunque la cena haya acabado, a reflexionar para cambiar.
Los abrazos, la mano pasada por los cabellos, un beso depositado sobre unos ojos dormidos, siguen siendo lo único que somos capaces de meter en nuestro bagaje que es nuestra memoria bizcochona.
Gracias, Maribel, por compartir tan bella palabra aquel día. Y gracias a mi memoria por recordarla en este tiempo navideño que la ilustra con tanto énfasis. Os deseo a todos una feliz época navideña bizcochona y…recordad pasar por vuestro corazón estos abrazos aunque estén lejos o ya desaparecidos. La mecánica del corazón se encargará de engrasar nuestros recuerdos…
Y… agradeciendo lo aprendido con el 2020, ¡demos la bienvenida al 2021!
Me encanta la palabra bizcochona, todo lo que evoca y sugiere, las infinitas posibilidades de uso. Un bonito artículo, ojalá pronto puedas hallarte en el cálido regazo de tu madre, mientras disfrutemos del consuelo que nos dan los abrazos y las palabras hermosas.
Efectivamente! Gran artículo. Muy entrañable, que llega al alma.