Vladimir Putin es un dictador corrupto megalómano que tiene subyugado con mano dura al pueblo ruso con su régimen autócrata. A lo largo de su trayectoria, en su loca estrategia de extender su marco de influencia ha acometido iniciativas por las buenas o por las malas contra aquellas repúblicas fronterizas que tras la caída de la URSS emprendieron una andadura independiente de la actual Rusia, siendo el caso de Chechenia el más sobresaliente del fracaso de sus iniciativas imperialistas que tuvo que abandonarla tras dejarla en un absoluto caos destructivo.
Putin ha emprendido una invasión bélica contra Ucrania, contraviniendo todo el derecho internacional, argumentando que pretende desmilitarizarla y desnazificarla, ya que según manifiesta muchas personas han sido objeto de abusos y genocidio por parte del régimen de Kiev durante 8 años, además de defender a su país de una amenaza real por parte de occidente de confirmarse la entrada en la OTAN de la republica ucraniana. Ninguna de estas excusas es cierta, salvo que Ucrania había solicitado la entrada en la OTAN, por lo que la única razón para invadir Ucrania es que Putin ha interpretado la citada solicitud ucraniana como un peligro para su país o, mejor dicho, para la seguridad y mantenimiento de su régimen.
La respuesta de occidente abanderada por EE.UU. no se ha hecho esperar y alarmados, escandalizados e indignados por la injustificable acción bélica de Putin contra Ucrania, anuncian sanciones económicas, financieras y comerciales contra Rusia por lo que entienden un fragante atropello a la legalidad y derecho internacional contra la independencia e integridad de Ucrania. Además de los supuestos ejercicios de intimidación de la OTAN con despliegue de fuerzas en los países miembros de la misma, limítrofes de la zona de conflicto.
Es cierto que la iniciativa de invasión de un país soberano como Ucrania por parte de Rusia no tiene justificación alguna y merece el reproche absoluto de la comunidad internacional, individualmente y a través de la ONU y demás organizaciones internacionales como la propia UE, así como, todas las sanciones que de manera efectiva y bajo el consenso internacional puedan articularse al respecto. Pero no es menos cierto, que las justificaciones dadas por Putin para invadir Ucrania se parecen muy mucho a las dadas por EE.UU. cuando decidió invadir Irak con el apoyo de Gran Bretaña y España sin el consenso o la indiferencia de la comunidad internacional ni de la propia ONU.
En su día se esgrimieron que el régimen de Sadam Hussein tenía subyugado a su pueblo, que tenía armas de destrucción masiva que suponían una amenaza para Occidente, además de que en ese país se estaban amparando a organizaciones terroristas. Parecidas justificaciones se utilizaron para invadir Libia y derrocar al dictador Gadaffi. La consecuencia de ambas invasiones es que han dejado a sus poblaciones al pairo en manos de señores de la guerra y clanes al convertir tanto a Irak como a Libia en Estados fallidos donde los derechos humanos no se respetan en modo alguno.
Ninguna sanción se estableció para EE.UU. ni a los países que apoyaron de forma expresa aquellas iniciativas bélicas injustificadas, máxime cuando se pudo comprobar que en Irak no había ni armas de destrucción masiva ni nada parecido. Aquello solo fue una excusa de EE.UU. para responder por los atentados sufridos el 11S y para hacerse con el petróleo existente en esos países.
La hipocresía manifiesta y la doble vara de medir de la comunidad internacional y más concretamente de EE.UU., es lo que hace que sátrapas como Putin se sientan legitimado a emprender iniciativas como la emprendida contra Ucrania con la excusa de defender los intereses y seguridad de su país.
Para colmo de los peligrosos despropósitos, el expresidente estadounidense, Donald Trump, califica de “maravillosa” la estrategia de Putin en Ucrania proponiendo que EE.UU. la aplique igualmente a México.
La asociación contra el cáncer de mama “Mari Paz” de Benalup-Casas Viejas ha hecho una importante donación para la investigación en células madres cancerígenas.
La asociación contra el cáncer de mama “Mari Paz” lleva ya varios años facilitando la vida no solo a quienes padecen esta enfermedad, sino también de apoyo psicológico a sus familiares para ayudarles a sobrellevar este duro golpe de la vida. Con sus rifas, con todo lo que tienen a mano, recaudan dinero para que se siga investigando esta enfermedad.
En esta ocasión, han hecho una importante donación de 3.000 euros que han ido a la Cátedra de Investigación de Células Madres Cancerígenas, un grupo de personas compuesto por compuesto por 1 catedrático de universidad, 5 profesores titulares de universidad, 1 profesora contratada doctora, 1 Contrato Marie Skłodowska-Curie Individual Fellowships, 5 posdoctorales, 3 becarios predoctorales FPU, 1 becario FPI, 1 becario predoctoral iPFIS y otros 8 doctorandos con contratos con cargo a proyecto o contratos con empresas.
La Cátedra “Doctores Galera y Requena de Investigación en Células Madre Cancerígenas” (2016) nace de la cooperación entre la Asociación Cultural Granadina de Antiguos Alumnos Universitarios la “Cuarentuna de Granada”, la Asociación “Música contra el Cáncer” (Torremolinos) y el grupo de investigación CTS 963 “Diferenciación, regeneración y cáncer” de la Universidad de Granada.
El 19 de junio de 2015, la “Cuarentuna de Granada” organizó en la Facultad de Ciencias el concierto UGR “GENERACIONES” en beneficio del grupo de investigación. Esta actividad disparó una serie de actos posteriores entre los que cabe destacar el exitoso concierto “Música Contra el Cáncer” celebrado en Torremolinos el 7 de noviembre de 2015.
El convenio de creación de la Cátedra fue suscrito el día 15 de abril de 2016 en un acto celebrado en la Facultad de Medicina de la Universidad de Granada. Firmaron el mismo Pilar Galera Martín, presidenta de la Asociación “Música contra el Cáncer”, y Pilar Aranda Ramírez, rectora de la Universidad de Granada.
El C.D.Benalup jugó en la tarde de ayer el partido atrasado que debía enfrentarle al C.D.Medina Balompié. El encuentro terminó con empate a cero goles.
El C.D.Benalup, falto de efectivos, no fue capaz de doblegar a un C.D.Medina que venía con la idea clara de puntuar en Benalup-Casas Viejas. El partido fue duro, quizás demasiado por momentos. Ambos equipos lo dieron todo en el campo, en cada entrada, de hecho se contabilizaron 10 tarjetas amarillas, seis para el equipo local y cuatro para el visitante.
A falta de seis jornadas, el equipo benalupense sigue en la lucha por un puesto de ascenso, en estos momentos sigue primero de la clasificación y la próxima jornada se enfrentará al C.D.Rayo Alcalá, otro duelo comarcal que puede servir para cambiar esta tendencia y volver por la senda de la victoria.
Como todo el mundo sabe, el carnaval “oficial” de Benalup-Casas Viejas se aplazó al mes de abril debido al alto número de contagios que había en nuestra localidad cuando se tomó dicha decisión. Pero el carnaval es descaro, es pillería, es dejar la vergüenza a un lado, es alboroto, y así lo ha entendido la mitad de quienes sienten esta fiesta en febrero, como marca la tradición.
De este modo, Una chirigota de bandera, la chirigota del tirilla y compañía, popularmente conocida como Los Wakanakis, darán el pistoletazo de salida al carnaval “ilegal” o “callejero” que sí o sí, se abre paso en febrero. Y además lo hacen por una buena causa. Así que este sábado 26 de febrero, a partir de las 18.00 horas, esta chirigota, acompañada por la cantante local Paola Casas, actuarán en el Café Pub Alameda Gregorio For, a beneficio de dos de las asociaciones de nuestro pueblo, Asociación contra el cáncer de mama, Mari Paz y la Asociación de familiares de enfermos de Alzheimer AFA Nuestro Ayer.
“Luna, Luna, riñe a las criaturas del campo dile a los gorriones qué no se posen en mi palo. Luna, Luna,…. Desata mi silencio Qué quiero ser un hombre…”
Sigue sonando el comienzo del popurrí del aquel casete treinta años después; en soportes que no sentirán el tacto de un bolígrafo cuya función principal se pone a descansar.
(….)
-¿Otraz vez escuchando carnaval en tu casa y no vas a ver a las de tu pueblo? – se oyó al fondo del pasillo.
– Si ver, las veo, – contestó invitándole a pasar al teatro improvisado del dormitorio
– ¿Entonces? – replicó el otro.
– Tengo un deseo que es casi una utopía.
– ¿Cómo? ¿Cuál? – preguntó impaciente mientras reducía el volumen del reproductor al silencio.
(Qué rabia que siga reproduciéndose sin oír lo que intentas aprender)
– Acomódate y te recito el repertorio:
Quiero escuchar a aquel de la izquierda (soy zurdo, quizás sea el motivo) que destrozaba el papel de aluminio con el premio de un bocadillo que tenía sus días contados en media hora de recreo. Quiero escuchar a su hermano que lo admiraba antes que yo.
Solo quiero escuchar al niño pedir un libreto al padre y el sonido del beso de las monedas al despedirse y abandonar un bolsillo lleno de colorines. Quiero oír bajito las gracias del que no lleva más disfraz que el de la inocencia y los colores de un día soleado. El único blanco que se ve es el de su sonrisa.
Quiero escuchar aquel estribillo que oía aquel niño de 12 años, que sentado aprendía en las tablas de El Dornillo. Aquel que perseguía a su agrupación con la presentación en el recuerdo y el popurrí en la memoria.
Quiero que ese niño ya padre, disfrute con la imagen de su heredero, en conocimiento, aprendiendo, respetando y escuchando carnaval.
Quiero seguir oyendo la posible herencia del carnaval en las primeras palabras detrás de un micrófono, de cuya propietaria me separa la edad y una pared con no más grueso que el ancho de una serpentina. Hay épocas en que las construcciones son de chirigota.
Quiero escuchar las cuartetas de aquel que ha hecho de la generosidad y dedicación su profesión, su labor. Aquel, que desde la distancia y con una ensaimada en la mano, divisa y crea pasodobles y cuartetas antes que la Navidad nos regale su visita. Aquel, que de los descartes de propios y extraños forma la palabra LIBERTAD.
(LIBERTAD, algo tan necesario en carnaval y que por motivos de “vete a tu saber” se quedan guardadas en el local de ensayo. Mis “vete a tu saber” durarían más que un popurrí y me tengo que ceñir al tiempo del pase, no vaya a ser que me sancionen).
Quiero seguir escuchando los recuerdos del antiguo coplero al cruzar la puerta de esa casa, donde el olor del puchero y el pitido de la olla, calentada con el fuego en llamas, suena mejor que cualquier pasodoble.
Que no se me olvide que la comparsa del Puerto es la mejor de todas; que si me olvida, él me lo recuerda hasta que los bostezos hacen acto de presencia recordando a Los Dormilones.
Quiero oír vuestros aplausos entre “olés”, “qué buenos son” y “otra”. Quiero que suenen más fuertes y sean más duraderos que sus propias razones:
Cuatro meses sin dar las buenas noches a la hora de siempre.
Cuatro meses sin más cena que un acorde.
Cuatro meses cerrando su negocio y sustento con el premio de la cuota de un disfraz.
Cuatro meses de madrugones con el repertorio en la cabeza y el volante en las manos.
Cuatro meses junto al bombo y la caja. Un bombo cuyo diámetro se mide por semanas y suena sin baquetas. Una caja que crece con el sonido de las entrañas del bombo, cuyo eco es inversamente proporcional al popurrí de colores de disfraces diminutos; de regalos que caducarán en menos de dos piñatas. Una caja con el eco de las sonrisas de los autores de una agrupación; con la letra de un nombre y la música de dos apellidos.
¿Acaso no merecen dos semanas de respeto cuatro meses de ensayos?, le pregunté con musicalidad de cuplé.
No pensaba escribir sobre esto ni sobre nada en absoluto, pero anoche mientras escuchaba la chirigota de los Yesterday de Juan Carlos Aragón me acordé de Salus. Estoy seguro de que a estas alturas ya tendríamos un post de los suyos agitando el avispero con el asunto de las vaquillas. Como no soy él, antes que nada, me gustaría encomendar mi alma a la divina providencia para que el posible vapuleo no me deje hecho un guiñapo. “El que no llora no mama”, decía el maestro, a lo que le sumo con su permiso “el que calla, otorga”, y como la cosa no está para otorgar gratuitamente, allá va mi reflexión.
Desde hace una década, probablemente más, cada año la celebración de la Fiesta de la Independencia o “las vaquillas”, como es comúnmente conocida, ha sido objeto de polémicas e innumerables controversias. Todas estas casi siempre han girado en torno al aumento de los excesos de alcohol y drogas, los desórdenes públicos y la suciedad generada en pleno casco histórico. Hay quienes opinan que dicha celebración ha sufrido una progresiva degeneración desde la primera década de los dos mil. Argumentando que en sus comienzos este evento no padecía la masificación de los últimos años, la cual señalan, acabó con el inicial espíritu integrador de la población local. Los más críticos acusan directamente al ayuntamiento de ser cómplice de la negativa deriva que poco a poco había tomado la festividad.
Lo cierto es que la predisposición al “botellón” entre los más jóvenes no es un problema exclusivo de la Fiesta de la Independencia. Más bien se trata de una tendencia en casi todos los festejos de nuestra geografía nacional en las últimas décadas. Igualmente es conveniente destacar que algunas localidades colindantes con eventos parecidos como Vejer de la Frontera o Paterna de Rivera prohíben el consumo de alcohol en la vía pública o al llamado botellón. Aunque esta medida no evite en absoluto dicha práctica entre los más jóvenes y no tan jóvenes.
Siendo pragmáticos con lo acaecido hay que reconocer que el consistorio se ha atrevido a hurgar en aquello que hasta hace muy poco parecía intocable. La propuesta es muy valiente, aunque las formas parezcan bastante peregrinas. Una vez descorchado el tapón y tras regarse un poco de bilis por el suelo iniciemos el debate y hablemos de TRANSFORMACIÓN. No nos excusemos en la pandemia la cual nos tiene a todos hasta las mismísimas narices. Tampoco se debe menospreciar este asunto, ya que tras dos duros años de restricciones de toda índole, la población se encuentra en su derecho de reclamar una buena bacanal donde ahogar las penas del desamparo y la merma de expectativas que ha dejado la crisis sanitaria tras de sí.
Sin entrar en más detalles les presento una serie de alternativas que, por norma general, han sido propuestas por los vecinos de diferentes ideologías en las distintas tertulias en las redes sociales a lo largo de los años:
¿Toros sí, botellón no?
¿Verdaderamente es vital la suelta de reses por la vía pública para la pervivencia de la fiesta? ¿O puede ser lo mismo o mejor sin ella?
¿Sustituir la tradicional fiesta por otro tipo de festival en otra ubicación del municipio?
¿Defender el festejo a toda costa?
¿Acabar con la Fiesta de la Independencia tal y como la conocemos por actos culturales en conmemoración de la segregación con Medina Sidonia?
¿Confeccionar un formato hibrido entre suelta de novillos en el centro y la organización de otros eventos en diferentes enclaves de la localidad?
¿Exportar íntegramente el formato actual al recinto ferial realizándose la suelta de reses en una plaza portátil, como así se hace en otros municipios andaluces?
El propósito es que a partir de estas premisas se motive un debate respetuoso y razonable donde se manifiesten todos los pros y contras de esta festividad con el fin de concebir una posible alternativa viable con miras al futuro. No resultará beneficioso para el bien común un cambio o transformación de este acontecimiento social contando solo con la participación y beneplácito de algunos actores económicos del municipio. Los cuales se limitarán a defender aquella postura más ventajosa para sus intereses.
Si tanto importa el devenir de esta celebración se debería exigir a la institución local más transparencia con sus verdaderas intenciones y una más que razonable justificación. Sin escudarse en excusas COVID. Sería primordial tener en cuenta a todas las partes por igual en vez de establecer medidas “para el pueblo, pero sin el pueblo”.
Ayer se decidió los ganadores del talent show Tierra de Talento, emitido por Canal Sur y que anoche acogía a un cantante de nuestra tierra, el gran José de la Vega que tuvo una actuación deslumbrante, aunque el premio final, fue para la malagueña Genera Cortés que fue proclamada ganadora de la quinta edición del programa.
José de la Vega defendió su actuación en la gran final con una canción del mítico grupo británico Queen, “Who wants to live forever”, con el que pronto alcanzaría las 5 estrellas.
Hubo un tiempo en el que dudó de si su sitio estaba encima del escenario… bendito momento en el que se olvidó de ese pensamiento y vino a #TierradeTalento.
Su actuación fue impecable, aunque no suficiente para hacerse con el premio final. No obstante, José de la Vega ha renacido gracias a Tierra de Talento y al apoyo que ha sentido desde su pueblo natal, Benalup-Casas Viejas. Definitivamente, a partir de hoy tenemos una nueva estrella que dará mucho que hablar. Puedes ver el programa completo pulsando aquí.
He tenido la suerte de charlar durante unas horas con José de la Vega. La mayoría conoce al cantante. En estas líneas os queremos enseñar a la persona y los lazos que lo atan a Benalup. Son seis páginas que transmiten la pasión con la que él enfoca la vida, el modo con el que yo afronto la literatura.
TOCAR EL ALMA ES MÁS QUE CANTAR UNA CANCIÓN
Un grito afinado rompe la mañana en la cama de la abuela. Son las once. Es una casa humilde. Un muro gris que nos viste hasta la cintura y unas columnas de cal atadas entre sí por dos barras de hierro horizontales dan fe de la fachada. La puerta está formada por una verja de dos hojas que chirrían como el tiempo que dejamos atrás. Un techo de parra salpica de sombras las escaleras y en uno de sus escalones el mundo se hace hermoso si te sientas un instante. Una buganvilla se aferra a la pared como un abrazo vegetal y en los jazmines se conserva intacto el aroma de la inocencia. Atravesamos el patio y nada más entrar en la casa nos saluda un espejo con su sonrisa de arrugas. A mano derecha se asoma un par de ventanas a la calle: los dos dormitorios que existen. «Yo nací en la segunda ventana», me confiesa feliz. En un ángulo más profundo se alza la cocina y un salón. José de la Vega solía dormir en una salita situada al final de la casa, pegada al cuarto de baño. Su abuela colocaba un sofá cama y ahí se acostaba con sus hermanos. José de la Vega no contaba con un despertador al amanecer. Contaba con toda la vida por delante. Abría los ojos con el olor a café y el tufillo agradable del pan tostado. Esa fragancia lo envuelve cada vez que retorna al hogar que lo vio nacer. Esas puertas están siempre abiertas, tanto la cancela de fuera, como la puerta de dentro. No es casualidad que el carácter de una persona se defina en sus primeros años.
El levante se agita inquieto. Es consciente de que una voz futura le va a restar protagonismo. Y en cada arrebato se nota su queja. O tal vez sean las primeras notas de una nana. El verano se niega a dar paso al otoño, a pesar de que se está acabando octubre. Unos metros más abajo unos jaramagos se encargan de cubrir el suelo con unas flores amarillas, como alas que salen en busca del sol. Algún que otro lentisco distraído crece a su antojo. Un pequeño bosque se abre al misterio para un niño y en unos años se convierte en un campo de juegos infantiles. Unas zarzamoras nos arañan las piernas en ese intento torpe por recordar la caricia. Los álamos blancos exponen orgullosos sus canas al viento. Y unos arbustos salteados sirven de improvisadas cuevas, de espontáneos refugios. Al fondo se divisa la vega. El rumor incansable del río Barbate. El murmullo alegre de unos gorriones. La desnudez avergonzada de los alcornoques. El suspiro del agua entre piedra y piedra. Un poco más arriba de la casa, aparece el gallinero del abuelo. Un niño persigue las gallinas sin descanso. Un niño corre a coger los huevos que han puesto. Un niño se divierte. A la postre es su cometido. En este entorno nació José de la Vega. En este lugar pasó los veranos de su infancia, subido a las ramas de una morera empachándose de moras. Colgado de un pino para alcanzar unas cuantas piñas. En esa época tan extraña donde era suficiente con sentarse en el patio o en la acera y con una piedra machacar piñones hasta hartarse. Los niños eran niños. Se dejaban llevar por la aventura. José de la Vega iba con su abuelo a las chumberas, linde natural que nos regalaba el paisaje, y con una caña abierta en un extremo, como una mano decidida a alcanzar el fruto, pasaba las tardes atrapando higos chumbos.
Su vida era dulce y más aún cuando se acercaba a la colmena de abejas que criaba su tía en Cantarranas. Era muy pequeño. Los adultos temían que fuera atacado por un enjambre y no le dejaban participar de lleno en la recolecta. A pesar de la edad, nunca olvidó que la labor en equipo es más importante que las individualidades. Aprendió a distinguir las abejas obreras de los zánganos y respetó con reverencia el papel de la abeja reina. Una lección de supervivencia que lleva a cuestas con humildad. Tuvo la fortuna de desmenuzar la niñez, como unas migas de pan que dejan en la memoria el sabor de la nostalgia, de saborear esa etapa con placer, de meter los codos en los panales y chuparse los dedos de miel, si los mayores a su cargo le perdían de vista. Y cuando el calor apretaba de lo lindo, cuando el asfalto quemaba nuestros pies, iba a la playa de Barbate a darse un chapuzón, a cazar cangrejos en las rocas con el riesgo de ser mordido, a caminar sencillamente por la orilla.
De adolescente acudía al cine Román en el centro del municipio. No le viene a la mente ningún título de película, pero en ese gesto se aprecia su predisposición por el arte, la admiración por aquellos actores capaces de transmitir emociones a través de la palabra, a través del silencio, por medio de las pausas. Esa sala dejó de proyectar imágenes y, en cambio, no quedó muda. Se llenó de música, saltó a escena el baile. Fue una discoteca que le permitía estar ligado a la vida cotidiana, formar parte de lo que acontecía en el pueblo.
José de la Vega se marchó de Benalup a los pocos días de su nacimiento. Su padre era militar y lo destinaron a Alicante. Vivía en el cuartel en cuyo patio jugaba de pequeño, rodeado de coches oficiales. Cortado. Sin posibilidad de ser dueño absoluto de sus propios actos. Percibía la sensación de estar vigilado. Se sentía maniatado. Sin poder dar rienda suelta a su espíritu indomable. No podía arrojarle a su prima las sandías del huerto, no podía aplastar tomates en la cabeza de sus primos. Un cambio tremendamente difícil. No era el campo. No era el pueblo. No era el mismo paisaje. La libertad de andar a sus anchas quedaba restringida. Le tocaba moverse en un mundo con reglas, entender el ejercicio maduro de la disciplina. Vivió al lado de la Plaza de toros, comprendió que el trasiego de personas y de tráfico le impedía deambular a su antojo.Estudió bachillerato y selectividad, pero no fue a la universidad porque no le llenaba ninguna carrera. En el instituto se apuntó a teatro. Encarnó el personaje de Valerio, novio de Mariana, para llevar a las tablas el Tartufo. Una obra cuyo tema central es la hipocresía y encierra un ataque directo a la religión. Moliere no pudo ver representada su obra en un principio. Estuvo prohibida, como parecía prohibido el salto a la música de José de la Vega. Pronto empezó a ganarse el pan. Pronto se independizó. Ahora vuelve a Benalup y recuerda una de sus travesuras. Su prima tenía una cabezona que se peina y se pinta. José de la Vega hizo sus primeros pinitos con esa muñeca, a la que peló, a la que arregló, como si fuera a una boda. Trabajó en Alicante como peluquero durante un verano. Con ese dinero realizó estudios de Formación Profesional en peluquería y en ese oficio anduvo más de veinte años. En su tiempo libre se apuntó a clases de canto, de solfeo y guitarra en la academia Lucentum. Todavía quedan lejos sus sueños. Pero al final de curso o en navidades los alumnos preparaban una función pública que los empujaba a subirse al escenario. José de la Vega participó en el musical La Bella y la Bestia. Se mostraba inseguro, sin confianza en sí mismo, más inquieto de lo aconsejable. En alguna ocasión ha estado tan nervioso que ha sido incapaz de controlar el castañeo de la barbilla, el movimiento de las manos, el escalofrío del cuerpo, el temblor de las piernas, el nerviosismo de la voz. Y lo superó, entre otros motivos, por unas palabras que recuerda como si se la hubiesen dicho ahora mismo. Fue uno de sus profesores: «José, usted debe darse cuenta de que, cuando el público está en silencio, es porque los tienes cogidos por los huevos».
Cabe destacar un hecho significativo en el periplo vital de José de la Vega: la muerte de su tía. A ese acontecimiento se le sumó la entrada de la crisis. España se caía a pedazos. El ladrillo parecía una hoja de papel y se derrumbaba con una ligera brisa. Nos afectó a todos. A algunos les tocó el bolsillo. Agitó la conciencia de otros. Y se vino abajo. Se replanteó todos sus principios. Reflexionó profundamente. Se puso en contacto con una amiga que vivía en Noruega para conocer de primera mano si allí era posible encontrar un modo de supervivencia. Estaba dispuesto a poner tierra de por medio. Estuvo trabajando un año entero en una peluquería en el centro de Oslo, frente al palacio real. Se llevó la guitarra. Una libreta. Y una minúscula maleta de ropa. No necesitaba nada más. Alquiló un apartamento muy pequeño: cocina, comedor y dormitorio en un mismo sitio. Se empapó de una cultura desconocida. Dejó que las tijeras volaran entre los cabellos de los nórdicos y se sorprendió de la reverencia que le dispensaban al arte. Los noruegos hallan en la lectura un mundo amable donde refugiarse; en la música, una sensibilidad al alcance de unos privilegiados; en la pintura, el mejor reclamo para apoderarse del paisaje. Fue una experiencia desoladora. Para vivir a solas hay que estar muy sano mentalmente. José de la Vega fue a buscar el calor de la existencia en el frío desapacible de una ciudad que terminó por enamorarlo.
Regresó a España, decidido a dejarse la piel por sus sueños. José de la Vega se fue siendo uno, indeciso, inseguro, derrotado, y volvió siendo otro, más maduro, más firme en sus propósitos, con las ideas claras definitivamente. En primera instancia, desengañado por lo que pudo ser y no fue. Decepcionado consigo mismo. Tras un periodo corto de desorientación, satisfecho de su valentía, distinto, intrépido y modesto, arrojado y humilde. Más desnudo, más auténtico, gracias al invierno en Noruega.
A los 44 años de edad realizó las pruebas de acceso para estudios superiores de arte dramático en la modalidad de interpretación musical. Fue en Murcia. El primer examen consistía en comentar el último fragmento de Historia de una escalera. Un retrato de la sociedad española, la lucha constante entre el fracaso y ese hilo de esperanza que se rompe por el egoísmo. El eco de la realidad del momento. José de la Vega se rebela y convierte esa frustración en energía para conseguir sus objetivos. Superó el ejercicio con una nota mayúscula, un 9.75. Había que afrontar cuatro pruebas más: danza, interpretación, expresión corporal y canto. En todas ellas salió airoso. Fueron 4 años de esfuerzo y dedicación plena en el que ya se intuía su marcha ineludible hacia el arte. Sus compañeros eran infinitamente más jóvenes que él. Podrían ser sus hijos. Pero no le importaba. Venía lanzado a formarse al precio que fuera necesario. Un duelo ganado. Y, sin embargo, se dejó conquistar por el teatro. El proyecto de fin de estudios se centraba en la figura de August Strindberg. Leyó todos sus libros. Se aficionó a este género literario. Vivía los diálogos en sus propias carnes. Focalizó todo el interés en La señorita Julia. Una obra de escasos personajes que se sostenía gracias a las batallas dialécticas que se dirimían en el escenario. Sentimientos descarnados: ira, tristeza, amor desbocado, mentiras… A la postre el enfrentamiento del ser humano contra sus propias contradicciones y el papel de la mujer que empieza a trasgredir las normas.
El monólogo de Mario surgió en el último año de carrera. José de la Vega se apuntó a la optativa de ciclo de dramática, porque lo impartía una profesora que le hizo enamorarse de la literatura. Sofía era dramaturga y, entre otras cosas, fue la que escribió la función de fin de curso. En las clases los alumnos hacían ejercicios de escritura semanales y en uno de escritura automática surgieron las primeras frases del monólogo de Mario. Fueron tres o cuatro frases nada más y de ese hilo estuvo tirando hasta crear un texto duro, muy dramático, siguiendo el estilo del autor que había estado investigando. José de la Vega se había empapado de las obras de Strindberg, de su vida, de absolutamente todo lo que concernía a este escritor. Escribe de una manera que toca el alma, que llega al corazón, que habla de los sentimientos más primarios del ser humano. En realidad, de lo que mueve el mundo. Sofía fue quien le aconsejó que lo incluyera como ejercicio que había brotado a raíz de sus investigaciones. Un anexo a su trabajo de fin de estudios.
Así dio a luz Mario. Fueron unas cinco páginas. Pero no se ha quedado ahí. José de la Vega se sigue haciendo preguntas sobre el personaje: ¿Quiénes era sus padres? ¿Cómo había sido su infancia? ¿Cómo había transcurrido su adolescencia y dónde? ¿Por qué había sido capaz de convertirse en ese ser que aparece reflejado en un monólogo de cinco páginas? Mario está tomando vida. Mario está tomando forma. Ya van más de treinta páginas. José de la Vega está empeñado en que sea algo más.
En Murcia también se incorporó a un coro de góspel en el que adquirió el imposible equilibrio de la armonía, en el que gritaba a pleno pulmón los valores que esta sociedad va perdiendo en el camino.
Al fin le llegó la oportunidad. Ser uno de los protagonistas de Los miserables. José de la Vega encarnó a Marius. Su actuación no fue memorable ni digna de ser recordada. Era lógico. Era la primera vez que se enfrentaba a un personaje completo, con sus dudas, con sus antecedentes, con su historia, con la dificultad que supone meterte en la vida de alguien que no eres tú. El hecho de que no fuera su mejor interpretación no quita el mérito de ser capaz de hacerlo. José de la Vega comprobó que le entusiasmaba ponerse en la piel de otra persona, que era divertido buscar en su interior vivencias, emociones y recuerdos para prestárselas al personaje, para hacerlo suyo. Lo que fuera con tal de conectar con él. Una vez que se establecía esa conexión, esa complicidad, todo salía rodado. Marius tiene unas canciones maravillosas. Es un soñador, muy enamoradizo, muy fantasioso. Comparte esos puntos en común con José de la Vega. A partir de ahí, podía trabajar el personaje. A partir de ahí se va buscando su esencia. Otro de los elementos más estimulantes fue reconocer en el trabajo en equipo la labor de las abejas en su infancia. La compañía estaba formada por muchos más actores, muchas más actrices, bailarines, encargados del sonido, expertos en decorados. Un elenco de seres humanos con una aspiración colectiva. Uno no es consciente de todo lo que hay detrás, uno no es consciente de aquello que no se ve, de las horas de ensayo semanales interminables, de ese trasfondo invisible que trae consigo un musical. El estreno se produjo en el gran teatro de Elche, lleno, con 600 personas. Suena la música. Son los segundos previos a que se abra el telón y ya no existe escapatoria. Al margen de los nervios, no se había hecho ningún ensayo allí, la obra arrancó con algunos problemas técnicos. No obstante, José de la Vega quedó fascinado con ese universo. Lo llevaba en la sangre.
Asimismo, formó parte de un grupo que le rendía tributo a Il Divo. Algunas desavenencias y el confinamiento dejaron de lado esta experiencia.
Había escuchado campeonatos del mundo de algún videojuego, de futbolín, de ajedrez y en la charla con José de la Vega he descubierto el campeonato del mundo de karaoke. España estaba en casa, sin poder salir a la calle, con miedo a contraer una enfermedad desconocida. Por primera vez sobraba el bien más preciado, el tiempo, y los relojes caminaban con una lentitud exasperante. En este clima de opresión se inscribe José de la Vega y va pasando una ronda tras otra hasta quedar tercero. Quizás este año se celebre en Noruega. José de la Vega no sabe si podrá participar en esta edición, representando a nuestro país, puesto que quedó finalista en la anterior. Pero es una delicia oír de sus labios la palabra Noruega y ver cómo se le encienden las pupilas. La emoción bailando en los ojos.
José de la Vega fue seleccionado para Got Talent y Top Star. Ambos concursos los llevaba la misma productora, de modo que se tuvo que decantar por uno. Ya lo han dicho los sabios, lo difícil de la vida no son los caminos que uno se traza, sino el momento de elegir. Se decantó por Top Star. Pensó que era un programa pujante que iba a desbancar a los otros. La realidad fue bien distinta.
Ahora se encuentra inmerso en el concurso de Canal Sur Tierra de Talentos. Ahora mismo, tras superar todas las eliminatorias, está poniendo el corazón en la final. No sabe el resultado, pero ese hecho no es lo más significativo. Ya ha cumplido un sueño. Esta noche regresará a Benalup, con ese bajón anímico de quien se ha vaciado del todo, de quien ha respondido a la gente que lo ve y a sí mismo, y podrá decir que está más cerca de ganarse el pan con su voz. Para él la música es un diálogo con el espectador. No es solo una letra bonita. Es la transmisión de emociones. La voluntad de traspasar la carne, el deseo de que el público viaje contigo, recupere las ganas de vivir o la pasión con la que uno se come el tablado. No hay mayor recompensa que el mensaje de ánimo de quien ha recuperado la esperanza en una canción, en tu modo de encararla.
José de la Vega es ante todo persona. Reconoce que hay días buenos y malos. Que no siempre se puede estar pletórico. El cuerpo a veces protesta por las mañanas. La voz puede amanecer cascada por el frío o por la humedad. Nuestro estado de ánimo puede estar decaído. No somos impermeables al mundo que nos rodea. Nos afecta lo que le ocurre a la gente de nuestro entorno. Es muy complicado abstraerse de todo y de todos. Pero hay algo a lo que no está dispuesto a renunciar: no piensa escatimar ni un gramo de esfuerzo, confía ciegamente en la estética de la entrega. Yo pongo el alma en el escenario y espero que se ponga a bailar conmigo.
Ha llenado la copa hasta arriba de vino tinto, ese tan bueno que les regaló su suegro las pasadas navidades y que Christoph insistía en reservar para alguna ocasión especial. Desde la barra de la cocina, donde está sentada en un taburete, escucha como se abre la puerta de la entrada y oye la voz de Christoph hablando y una voz dulce que le responde. Entra en la cocina con Ürsula la de los ojos verdes, aquella arquitecta tan estupenda que trabaja para él, de la que tanto admira las cúpulas bulbosas al estilo de los templos ortodoxos con las que remataba sus edificios y de la que tanto hablaba hacía un año hasta que Christina la vio en una foto de la cena de empresa en la que reía exageradamente agarrada al brazo de Christoph, y le inquirió señalando el pecho de ella, si aquellas eran las cúpulas bulbosas que tan inspiradoras le parecían. “Hola cariño. Te he puesto un Wasap para avisarte de que he invitado a Ürsula a cenar, pero no te ha llegado. Ulrich también viene de camino, su vuelo de Portugal acaba de aterrizar. Queremos celebrar que hemos ganado el concurso para construir la nueva ópera de Lisboa. Según Ulrich, la imagen de las cúpulas de Ürsula sobre mis férreos muros ha sido definitiva para que nos den el proyecto. Dicen que le aportan sensación de movimiento y una acústica extasiante”.
Christina mira la escena boquiabierta. Ni siquiera ha sido capaz de contestar como corresponde al saludo de la invitada. Christoph sirve dos copas de vino más y rellena la de su mujer mientras la mira con gesto contrariado al darse cuenta de que ha abierto la botella que les regaló su padre. Después, mientras sigue hablando con emoción de su proyecto, coge unos muslos de pollo de la nevera, algunas verduras, un bote de salsa de soja, el cuchillo grande con el que le gusta trabajar en la cocina y los sitúa sobre la encimera. Está a punto de empezar a cortar cuando recuerda que ha olvidado algo. Abre el segundo cajón bajo la vitrocerámica y saca un delantal con estampado de pata de gallo. Se lo pasa por la cabeza y le pide a su mujer que se lo ate a la espalda. Christina sigue sin palabras e inmóvil y ante su pasividad, Christoph suspira y pide a Ürsula que se lo ate ella. Christina ve como la compañera de su marido, le roza el culo desnudo al hacer el nudo. Siente con extrañeza cierto sentimiento de alivio o de menor incomodidad, al ver que ahora al menos, con el mandil, su cuerpo está tapado por delante.
Christina sigue algo abstraída durante la cena. Apenas contesta con monosílabos cuando los otros dos tratan de involucrarla en la conversación. Christoph incluso aprovecha que Ürsula va un momento al baño para preguntarle si todo va bien, que la nota ausente, pero Christina es incapaz de verbalizar el motivo de su incredulidad. En un momento determinado, suena el timbre y Christina se adelanta a su marido para abrir ella. “¡Christina! ¡Me alegro mucho de verte! ¡Supongo que ya te habrá contado Christoph!” “Ulrich, espera, tengo que decirte algo” dice ella agarrándolo por la muñeca y sosteniéndolo en el alféizar. “No sé qué le pasa a Christoph, está… no sé cómo explicarlo, será mejor que pases y lo veas tú mismo. Llevo desde ayer como si estuviera en una pesadilla de la que no puedo despertar”. Ulrich, inquieto, pasa rápidamente al comedor. No hace falta que nadie le indique el camino en esa casa donde ha pasado tantas veladas con su amigo de la universidad y ahora socio y su mujer. Christoph se levanta para abrazarlo mientras Ürsula aguarda su turno con una sonrisa, pero Ulrich frena en seco a su amigo y lo mira de arriba abajo con cara disgustada. “¿Qué te ocurre, Ulrich? ¿Acaso no estás contento?” “Claro que estoy contento, pero antes de las celebraciones quiero una explicación.” “¿Qué tengo que explicar?” “Me parece mentira que no lo sepas, Christoph. ¿Pero en qué maldito mundo vives?” “De verdad, que no te estoy siguiendo” “Ürsula, ¿tu no has notado nada?” Ürsula enrojece y mira a su plato sin querer intervenir en la discusión de sus dos jefes. “Quiero que me expliques ahora mismo por qué Christina me ha abierto la puerta desesperada. ¿Qué le has hecho, Ulrich? ¿Acaso tu éxito te ciega y no eres capaz de darte cuenta de que tu mujer está mal?” “Ulrich tranquilízate. Es cierto que lleva un poco rara desde ayer pero no le he dado la menor importancia. ¿Cariño te pasa algo?” Con una voz dubitativa y entre náuseas, responde. “Sólo estoy un poco mareada. Enseguida vuelvo”. Christina va al baño y reprime unas arcadas en la taza del váter. En lugar de vómito, son lágrimas lo que salen de su cuerpo. Lanza el vaso con los cepillos de dientes y el dentífrico contra la bañera y estalla en mil pedazos. Se mira en el espejo, se seca las lágrimas y se echa un poco de agua en la cara antes de volver al comedor.
Cuando vuelve, los tres arquitectos dejan la conversación para mirarla e interesarse por su estado. Christoph se levanta y le da un beso en la frente. “¿Todo bien?” Christina le dice que sí, pero está petrificada y no para de temblar. Se sienta en la mesa. Frente a ella, el cuerpo desnudo de Ulrich, más fofo y arrugado de lo que lo recordaba, cuando se acostó con él al poco de empezar con el que pronto sería su marido. De su pene, pequeño y flácido, apenas sobresale la punta envuelta en el prepucio por encima de un descuidado vello púbico. A su lado, mirando de soslayo, sus ojos sólo pueden enfocar las dos enormes cúpulas bulbosas terminadas en penachos rosados y puntiagudos, exactamente igual que las que ha diseñado para coronar los edificios de su marido por toda Europa, iguales a los de la maldita catedral de San Basilio que la saluda desde una de las fotos de su luna de miel en Moscú que tienen en la estantería.
La conversación discurre por unos derroteros que Christina no es capaz de precisar ya que las frases pasan delante de ella como las escenas de una mala película que no deja huella. Tras unos minutos de fingir atención, risas por una anécdota que cuenta Christoph y varios brindis por el éxito de los arquitectos que acaban con gotas de vino manchando el mantel, Christina se excusa con que está indispuesta y se levanta para ir a su habitación. Los demás muestran resistencia, se oponen jugando la carta del chantaje emocional, que hace mucho que no se ven, que le vendrá bien para relajarse, que tiene que celebrar con ellos el éxito. Incluso Ürsula, animada por el alcohol, se levanta y la abraza, presionándola con todo su cuerpo envuelto en una piel desnuda, suave y odiosamente tersa y le pide que se quede con una voz dulce que contrasta con la aspereza de su aliento. Finalmente se zafa, sube las escaleras y se mete en la cama, arropada hasta la barbilla. Abre su libro por el marcapáginas, necesita un poco de cordura para despejar sus ideas, pero no es capaz de concentrarse. Las voces y las imágenes se agolpan en su cabeza. Lo deja. No puede dormirse, así que enciende la tele de su dormitorio. Una entradilla anuncia el noticiario de las 9 de la noche. A Christina se le cae el mando de la cama que rebota contra la alfombra con un ruido sordo. El presentador de las noticias está hablando de las víctimas de un atentado en el metro de Bruselas, pero Christina no atiende a sus palabras. Lo único que puede ver es que el periodista está desnudo, igual que la corresponsal que habla desde las calles de la capital belga, delante de un cordón policial. Christina grita con todas sus fuerzas y aún no ha terminado de salir el aire de sus pulmones cuando Christoph entra corriendo en la habitación.
“Le digo doctor que me encuentro bien, estoy tranquila. He estado muy estresada últimamente y supongo que habré imaginado cosas, habré visto visiones, se me habrán mezclado los sueños con la realidad. Pero estos meses aquí recluida me han sentado bien. Estoy lista para volver a mi casa y a la universidad, para recuperar mi vida. Tengo muchas ganas de volver a ver a mi marido”. “Estoy de acuerdo con usted señorita Christiansen. Voy a darle el alta inmediatamente. Por favor, firme aquí”. Christina coge el papel que le pasa el psiquiatra y lo firma. Sonríe. No porque por fin vaya a poder salir del sanatorio, sino porque el lunar que el doctor tiene en la ingle rasurada, le recuerda al que su marido tiene en el culo
Es domingo por la tarde en casa de los Christiansen. Christina, tras una semana sin un solo respiro, se ha tomado la tarde libre y lee entusiasmada en el sofá el libro que compró el viernes, un ensayo del que todo el mundo habla en la universidad donde da clases, sobre cómo la sociedad tiende a rechazar a las personas que no se prestan a seguir comportamientos considerados como naturales por la comunidad pero que no dejan de ser convencionales si se analizan más en detalle. Está sentada cerca de Christoph, que también lee, en su caso, la sección de actualidad del suplemento dominical.
Cuando Christina termina el capítulo en el que estaba enfrascada, que discurría sobre el debate abierto acerca de si pueden ostentar el estatus de ciudadanía las personas sin redes sociales, levanta la cabeza para observar a su marido. Sostiene el periódico hecho un cilindro entre las manos y mira pensativo el jardín, a través del ventanal que hay frente a los dos sillones grises en los que les gusta sentarse a leer, no sólo por la luz natural que entra, sino también porque es en la pared que enfrenta la ventana donde Christoph, que es arquitecto y diseñó su propia casa, colocó la biblioteca.
Christina lo mira divertida. Está ensimismado, como si estuviera mirando algo en el jardín y al mismo tiempo estuviera perdido en sus pensamientos. El único movimiento que hace es meterse la mano por el cuello de la camisa, a la que ha desabrochado un botón para rascarse el hombro. Lo deja en su mundo y empieza a leer el siguiente capítulo, aún con una sonrisa en los labios. Cuando vuelve a levantar la vista, después de veinte páginas interesantísimas, su marido ha vuelto a retomar la lectura y se le ha borrado la cara de bobalicón que tenía la última vez que lo miró. Parece totalmente normal, salvo por un detalle. Está completamente desnudo. “¿Qué haces?” Christoph la mira sin entender la pregunta, un poco molesto por la interrupción. “¿Por qué te has quitado la ropa?” Aclara ella, sorprendida por tener que matizar una cuestión que le parecía obvia. “Ah, eso. Me molestaba el roce de la camisa con la piel.” “¿También el roce de los calzoncillos?” Christoph se encoge de hombros y vuelve a la lectura del periódico. Christina intenta hacer lo mismo con su ensayo, pero se ha alterado un poco y no es capaz de concentrarse así que se marcha a la cocina a preparar la cena.
El despertador de Christoph avisa de que el fin de semana se ha acabado. Christina se queda mirando el culo atlético de Christoph con ese lunar tan característico en el glúteo derecho, cuando sale de debajo de las sábanas y se mete en la ducha. Ella se levanta y empieza a preparar el desayuno. Está muerta de hambre. Ayer finalmente no cenaron. Con la excusa de que él ya estaba desnudo, hicieron el amor en el sofá, frente al ventanal, y de ahí a la cama, donde volvieron a hacerlo una segunda vez antes de quedarse dormidos.
Christina exprime unas naranjas y espera a oír que el calentador se ha apagado para poner la cafetera y el tostador, pero con el hambre que tiene no lo espera. Coge su tostada, su zumo y su café y se va a su despacho en la buhardilla a preparar la conferencia que tiene más tarde. “¡Tienes el desayuno preparado en la cocina!” Le grita. “Gracias, cariño, enseguida bajo”.
Diez minutos después, Christina escucha sentada frente al ordenador como su marido se despide de ella desde el piso de abajo y le desea buen día. Christina lo ve irse desde la ventana, pero cuando va a volver la vista hacia la pantalla para seguir trabajando tiene que girar bruscamente el cuello de nuevo, incrédula por lo que acaba de ver. Christoph tira la bolsa de basura orgánica, la de plásticos y la de vidrio y camina con su maletín en la mano por la acera hasta la parada de autobús que hay justo enfrente de casa, donde saluda a un par de vecinos que ya esperan allí. Christina los ve atónita charlando tranquilamente durante el par de minutos que tarda en llegar el autobús del eficiente y puntual servicio de transporte público de la ciudad. Christoph paga al conductor y seguramente le pregunta por su familia. Antes de que arranque, se sienta junto a una ventana y levanta la vista hacia la buhardilla para despedirse de Christina con una mano. Con la otra, sostiene el maletín, que es lo único que lleva puesto. El lunar en la parte derecha de su culo desnudo queda aplastado contra el asiento de plástico.
Christina no ha podido concentrarse durante su conferencia. Se le ha trabado la lengua en más ocasiones de las que su pudor le permite recordar, se ha quedado en blanco, ha perdido el hilo y su jefe de departamento le ha preguntado al acabar si se encontraba bien, porque no ha mostrado su habitual frescura en esta charla. Justo cuando está optando al puesto de catedrática, con los meses de estrés y duro esfuerzo que lleva a sus espaldas, a su marido se le ocurre aquella locura.
En cuanto sale del edificio neogótico de la universidad, con sus altos muros de ladrillo rojo y sus pirindolos de hierro acabados en punta, como sus nervios, saca el móvil del bolso y llama a Christoph. “¿Dónde estás?” “En el trabajo, ¿Dónde si no?” “Te han dejado entrar” “¿Por?” “¿Pero qué mosca te ha picado esta mañana” “¿A mí? No soy yo el que parece alterado. ¿Qué tal la conferencia, por cierto?” “No quiero hablar de eso ahora, no cambies de tema” “Está bien, mira yo no tengo la culpa de que estés tan nerviosa. Será mejor que nos veamos luego en casa”. Cuando suena el tono de haber colgado, Christina tira el móvil contra el suelo y la tapa y la batería salen volando. Unos estudiantes sentados en un corro en el césped a unos pocos metros levantan la cabeza, la miran y con un gesto apático vuelven a sumergirse en sus smartphones. Christina recoge las piezas de su móvil, las echa en el bolso y para un taxi. No está de humor para volver a casa en autobús.
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