Entrevista | Conociendo al cantante benalupense José de la Vega

He tenido la suerte de charlar durante unas horas con José de la Vega. La mayoría conoce al cantante. En estas líneas os queremos enseñar a la persona y los lazos que lo atan a Benalup. Son seis páginas que transmiten la pasión con la que él enfoca la vida, el modo con el que yo afronto la literatura.

TOCAR EL ALMA ES MÁS QUE CANTAR UNA CANCIÓN

Un grito afinado rompe la mañana en la cama de la abuela. Son las once. Es una casa humilde. Un muro gris que nos viste hasta la cintura y unas columnas de cal atadas entre sí por dos barras de hierro horizontales dan fe de la fachada. La puerta está formada por una verja de dos hojas que chirrían como el tiempo que dejamos atrás. Un techo de parra salpica de sombras las escaleras y en uno de sus escalones el mundo se hace hermoso si te sientas un instante. Una buganvilla se aferra a la pared como un abrazo vegetal y en los jazmines se conserva intacto el aroma de la inocencia. Atravesamos el patio y nada más entrar en la casa nos saluda un espejo con su sonrisa de arrugas. A mano derecha se asoma un par de ventanas a la calle: los dos dormitorios que existen. «Yo nací en la segunda ventana», me confiesa feliz. En un ángulo más profundo se alza la cocina y un salón. José de la Vega solía dormir en una salita situada al final de la casa, pegada al cuarto de baño. Su abuela colocaba un sofá cama y ahí se acostaba con sus hermanos. José de la Vega no contaba con un despertador al amanecer. Contaba con toda la vida por delante. Abría los ojos con el olor a café y el tufillo agradable del pan tostado. Esa fragancia lo envuelve cada vez que retorna al hogar que lo vio nacer. Esas puertas están siempre abiertas, tanto la cancela de fuera, como la puerta de dentro. No es casualidad que el carácter de una persona se defina en sus primeros años.

El levante se agita inquieto. Es consciente de que una voz futura le va a restar protagonismo. Y en cada arrebato se nota su queja. O tal vez sean las primeras notas de una nana. El verano se niega a dar paso al otoño, a pesar de que se está acabando octubre. Unos metros más abajo unos jaramagos se encargan de cubrir el suelo con unas flores amarillas, como alas que salen en busca del sol. Algún que otro lentisco distraído crece a su antojo. Un pequeño bosque se abre al misterio para un niño y en unos años se convierte en un campo de juegos infantiles. Unas zarzamoras nos arañan las piernas en ese intento torpe por recordar la caricia. Los álamos blancos exponen orgullosos sus canas al viento. Y unos arbustos salteados sirven de improvisadas cuevas, de espontáneos refugios. Al fondo se divisa la vega. El rumor incansable del río Barbate. El murmullo alegre de unos gorriones. La desnudez avergonzada de los alcornoques. El suspiro del agua entre piedra y piedra. Un poco más arriba de la casa, aparece el gallinero del abuelo. Un niño persigue las gallinas sin descanso. Un niño corre a coger los huevos que han puesto. Un niño se divierte. A la postre es su cometido. En este entorno nació José de la Vega. En este lugar pasó los veranos de su infancia, subido a las ramas de una morera empachándose de moras. Colgado de un pino para alcanzar unas cuantas piñas. En esa época tan extraña donde era suficiente con sentarse en el patio o en la acera y con una piedra machacar piñones hasta hartarse. Los niños eran niños. Se dejaban llevar por la aventura. José de la Vega iba con su abuelo a las chumberas, linde natural que nos regalaba el paisaje, y con una caña abierta en un extremo, como una mano decidida a alcanzar el fruto, pasaba las tardes atrapando higos chumbos.

Su vida era dulce y más aún cuando se acercaba a la colmena de abejas que criaba su tía en Cantarranas. Era muy pequeño. Los adultos temían que fuera atacado por un enjambre y no le dejaban participar de lleno en la recolecta. A pesar de la edad, nunca olvidó que la labor en equipo es más importante que las individualidades. Aprendió a distinguir las abejas obreras de los zánganos y respetó con reverencia el papel de la abeja reina. Una lección de supervivencia que lleva a cuestas con humildad. Tuvo la fortuna de desmenuzar la niñez, como unas migas de pan que dejan en la memoria el sabor de la nostalgia, de saborear esa etapa con placer, de meter los codos en los panales y chuparse los dedos de miel, si los mayores a su cargo le perdían de vista. Y cuando el calor apretaba de lo lindo, cuando el asfalto quemaba nuestros pies, iba a la playa de Barbate a darse un chapuzón, a cazar cangrejos en las rocas con el riesgo de ser mordido, a caminar sencillamente por la orilla.

De adolescente acudía al cine Román en el centro del municipio. No le viene a la mente ningún título de película, pero en ese gesto se aprecia su predisposición por el arte, la admiración por aquellos actores capaces de transmitir emociones a través de la palabra, a través del silencio, por medio de las pausas. Esa sala dejó de proyectar imágenes y, en cambio, no quedó muda. Se llenó de música, saltó a escena el baile. Fue una discoteca que le permitía estar ligado a la vida cotidiana, formar parte de lo que acontecía en el pueblo.

José de la Vega se marchó de Benalup a los pocos días de su nacimiento. Su padre era militar y lo destinaron a Alicante. Vivía en el cuartel en cuyo patio jugaba de pequeño, rodeado de coches oficiales. Cortado. Sin posibilidad de ser dueño absoluto de sus propios actos. Percibía la sensación de estar vigilado. Se sentía maniatado. Sin poder dar rienda suelta a su espíritu indomable. No podía arrojarle a su prima las sandías del huerto, no podía aplastar tomates en la cabeza de sus primos. Un cambio tremendamente difícil. No era el campo. No era el pueblo. No era el mismo paisaje. La libertad de andar a sus anchas quedaba restringida. Le tocaba moverse en un mundo con reglas, entender el ejercicio maduro de la disciplina. Vivió al lado de la Plaza de toros, comprendió que el trasiego de personas y de tráfico le impedía deambular a su antojo.Estudió bachillerato y selectividad, pero no fue a la universidad porque no le llenaba ninguna carrera. En el instituto se apuntó a teatro. Encarnó el personaje de Valerio, novio de Mariana, para llevar a las tablas el Tartufo. Una obra cuyo tema central es la hipocresía y encierra un ataque directo a la religión. Moliere no pudo ver representada su obra en un principio. Estuvo prohibida, como parecía prohibido el salto a la música de José de la Vega. Pronto empezó a ganarse el pan. Pronto se independizó. Ahora vuelve a Benalup y recuerda una de sus travesuras. Su prima tenía una cabezona que se peina y se pinta. José de la Vega hizo sus primeros pinitos con esa muñeca, a la que peló, a la que arregló, como si fuera a una boda. Trabajó en Alicante como peluquero durante un verano. Con ese dinero realizó estudios de Formación Profesional en peluquería y en ese oficio anduvo más de veinte años. En su tiempo libre se apuntó a clases de canto, de solfeo y guitarra en la academia Lucentum. Todavía quedan lejos sus sueños. Pero al final de curso o en navidades los alumnos preparaban una función pública que los empujaba a subirse al escenario. José de la Vega participó en el musical La Bella y la Bestia. Se mostraba inseguro, sin confianza en sí mismo, más inquieto de lo aconsejable. En alguna ocasión ha estado tan nervioso que ha sido incapaz de controlar el castañeo de la barbilla, el movimiento de las manos, el escalofrío del cuerpo, el temblor de las piernas, el nerviosismo de la voz. Y lo superó, entre otros motivos, por unas palabras que recuerda como si se la hubiesen dicho ahora mismo. Fue uno de sus profesores: «José, usted debe darse cuenta de que, cuando el público está en silencio, es porque los tienes cogidos por los huevos».

Cabe destacar un hecho significativo en el periplo vital de José de la Vega: la muerte de su tía. A ese acontecimiento se le sumó la entrada de la crisis. España se caía a pedazos. El ladrillo parecía una hoja de papel y se derrumbaba con una ligera brisa. Nos afectó a todos. A algunos les tocó el bolsillo. Agitó la conciencia de otros. Y se vino abajo. Se replanteó todos sus principios. Reflexionó profundamente. Se puso en contacto con una amiga que vivía en Noruega para conocer de primera mano si allí era posible encontrar un modo de supervivencia. Estaba dispuesto a poner tierra de por medio. Estuvo trabajando un año entero en una peluquería en el centro de Oslo, frente al palacio real. Se llevó la guitarra. Una libreta. Y una minúscula maleta de ropa. No necesitaba nada más. Alquiló un apartamento muy pequeño: cocina, comedor y dormitorio en un mismo sitio. Se empapó de una cultura desconocida. Dejó que las tijeras volaran entre los cabellos de los nórdicos y se sorprendió de la reverencia que le dispensaban al arte. Los noruegos hallan en la lectura un mundo amable donde refugiarse; en la música, una sensibilidad al alcance de unos privilegiados; en la pintura, el mejor reclamo para apoderarse del paisaje. Fue una experiencia desoladora. Para vivir a solas hay que estar muy sano mentalmente. José de la Vega fue a buscar el calor de la existencia en el frío desapacible de una ciudad que terminó por enamorarlo.

Regresó a España, decidido a dejarse la piel por sus sueños. José de la Vega se fue siendo uno, indeciso, inseguro, derrotado, y volvió siendo otro, más maduro, más firme en sus propósitos, con las ideas claras definitivamente. En primera instancia, desengañado por lo que pudo ser y no fue. Decepcionado consigo mismo. Tras un periodo corto de desorientación, satisfecho de su valentía, distinto, intrépido y modesto, arrojado y humilde. Más desnudo, más auténtico, gracias al invierno en Noruega.

A los 44 años de edad realizó las pruebas de acceso para estudios superiores de arte dramático en la modalidad de interpretación musical. Fue en Murcia. El primer examen consistía en comentar el último fragmento de Historia de una escalera. Un retrato de la sociedad española, la lucha constante entre el fracaso y ese hilo de esperanza que se rompe por el egoísmo. El eco de la realidad del momento. José de la Vega se rebela y convierte esa frustración en energía para conseguir sus objetivos. Superó el ejercicio con una nota mayúscula, un 9.75. Había que afrontar cuatro pruebas más: danza, interpretación, expresión corporal y canto. En todas ellas salió airoso. Fueron 4 años de esfuerzo y dedicación plena en el que ya se intuía su marcha ineludible hacia el arte. Sus compañeros eran infinitamente más jóvenes que él. Podrían ser sus hijos. Pero no le importaba. Venía lanzado a formarse al precio que fuera necesario. Un duelo ganado. Y, sin embargo, se dejó conquistar por el teatro. El proyecto de fin de estudios se centraba en la figura de August Strindberg. Leyó todos sus libros. Se aficionó a este género literario. Vivía los diálogos en sus propias carnes. Focalizó todo el interés en La señorita Julia. Una obra de escasos personajes que se sostenía gracias a las batallas dialécticas que se dirimían en el escenario. Sentimientos descarnados: ira, tristeza, amor desbocado, mentiras… A la postre el enfrentamiento del ser humano contra sus propias contradicciones y el papel de la mujer que empieza a trasgredir las normas.

El monólogo de Mario surgió en el último año de carrera. José de la Vega se apuntó a la optativa de ciclo de dramática, porque lo impartía una profesora que le hizo enamorarse de la literatura. Sofía era dramaturga y, entre otras cosas, fue la que escribió la función de fin de curso. En las clases los alumnos hacían ejercicios de escritura semanales y en uno de escritura automática surgieron las primeras frases del monólogo de Mario. Fueron tres o cuatro frases nada más y de ese hilo estuvo tirando hasta crear un texto duro, muy dramático, siguiendo el estilo del autor que había estado investigando. José de la Vega se había empapado de las obras de Strindberg, de su vida, de absolutamente todo lo que concernía a este escritor. Escribe de una manera que toca el alma, que llega al corazón, que habla de los sentimientos más primarios del ser humano. En realidad, de lo que mueve el mundo. Sofía fue quien le aconsejó que lo incluyera como ejercicio que había brotado a raíz de sus investigaciones. Un anexo a su trabajo de fin de estudios.

Así dio a luz Mario. Fueron unas cinco páginas. Pero no se ha quedado ahí. José de la Vega se sigue haciendo preguntas sobre el personaje: ¿Quiénes era sus padres? ¿Cómo había sido su infancia? ¿Cómo había transcurrido su adolescencia y dónde? ¿Por qué había sido capaz de convertirse en ese ser que aparece reflejado en un monólogo de cinco páginas? Mario está tomando vida. Mario está tomando forma. Ya van más de treinta páginas. José de la Vega está empeñado en que sea algo más.

En Murcia también se incorporó a un coro de góspel en el que adquirió el imposible equilibrio de la armonía, en el que gritaba a pleno pulmón los valores que esta sociedad va perdiendo en el camino.

Al fin le llegó la oportunidad. Ser uno de los protagonistas de Los miserables. José de la Vega encarnó a Marius. Su actuación no fue memorable ni digna de ser recordada. Era lógico. Era la primera vez que se enfrentaba a un personaje completo, con sus dudas, con sus antecedentes, con su historia, con la dificultad que supone meterte en la vida de alguien que no eres tú. El hecho de que no fuera su mejor interpretación no quita el mérito de ser capaz de hacerlo. José de la Vega comprobó que le entusiasmaba ponerse en la piel de otra persona, que era divertido buscar en su interior vivencias, emociones y recuerdos para prestárselas al personaje, para hacerlo suyo. Lo que fuera con tal de conectar con él. Una vez que se establecía esa conexión, esa complicidad, todo salía rodado. Marius tiene unas canciones maravillosas. Es un soñador, muy enamoradizo, muy fantasioso. Comparte esos puntos en común con José de la Vega. A partir de ahí, podía trabajar el personaje. A partir de ahí se va buscando su esencia. Otro de los elementos más estimulantes fue reconocer en el trabajo en equipo la labor de las abejas en su infancia. La compañía estaba formada por muchos más actores, muchas más actrices, bailarines, encargados del sonido, expertos en decorados. Un elenco de seres humanos con una aspiración colectiva. Uno no es consciente de todo lo que hay detrás, uno no es consciente de aquello que no se ve, de las horas de ensayo semanales interminables, de ese trasfondo invisible que trae consigo un musical. El estreno se produjo en el gran teatro de Elche, lleno, con 600 personas. Suena la música. Son los segundos previos a que se abra el telón y ya no existe escapatoria. Al margen de los nervios, no se había hecho ningún ensayo allí, la obra arrancó con algunos problemas técnicos. No obstante, José de la Vega quedó fascinado con ese universo. Lo llevaba en la sangre.

Asimismo, formó parte de un grupo que le rendía tributo a Il Divo. Algunas desavenencias y el confinamiento dejaron de lado esta experiencia.

Había escuchado campeonatos del mundo de algún videojuego, de futbolín, de ajedrez y en la charla con José de la Vega he descubierto el campeonato del mundo de karaoke. España estaba en casa, sin poder salir a la calle, con miedo a contraer una enfermedad desconocida. Por primera vez sobraba el bien más preciado, el tiempo, y los relojes caminaban con una lentitud exasperante. En este clima de opresión se inscribe José de la Vega y va pasando una ronda tras otra hasta quedar tercero. Quizás este año se celebre en Noruega. José de la Vega no sabe si podrá participar en esta edición, representando a nuestro país, puesto que quedó finalista en la anterior. Pero es una delicia oír de sus labios la palabra Noruega y ver cómo se le encienden las pupilas. La emoción bailando en los ojos.

José de la Vega fue seleccionado para Got Talent y Top Star. Ambos concursos los llevaba la misma productora, de modo que se tuvo que decantar por uno. Ya lo han dicho los sabios, lo difícil de la vida no son los caminos que uno se traza, sino el momento de elegir. Se decantó por Top Star. Pensó que era un programa pujante que iba a desbancar a los otros. La realidad fue bien distinta.

Ahora se encuentra inmerso en el concurso de Canal Sur Tierra de Talentos. Ahora mismo, tras superar todas las eliminatorias, está poniendo el corazón en la final. No sabe el resultado, pero ese hecho no es lo más significativo. Ya ha cumplido un sueño. Esta noche regresará a Benalup, con ese bajón anímico de quien se ha vaciado del todo, de quien ha respondido a la gente que lo ve y a sí mismo, y podrá decir que está más cerca de ganarse el pan con su voz. Para él la música es un diálogo con el espectador. No es solo una letra bonita. Es la transmisión de emociones. La voluntad de traspasar la carne, el deseo de que el público viaje contigo, recupere las ganas de vivir o la pasión con la que uno se come el tablado. No hay mayor recompensa que el mensaje de ánimo de quien ha recuperado la esperanza en una canción, en tu modo de encararla.

José de la Vega es ante todo persona. Reconoce que hay días buenos y malos. Que no siempre se puede estar pletórico. El cuerpo a veces protesta por las mañanas. La voz puede amanecer cascada por el frío o por la humedad. Nuestro estado de ánimo puede estar decaído. No somos impermeables al mundo que nos rodea. Nos afecta lo que le ocurre a la gente de nuestro entorno. Es muy complicado abstraerse de todo y de todos. Pero hay algo a lo que no está dispuesto a renunciar: no piensa escatimar ni un gramo de esfuerzo, confía ciegamente en la estética de la entrega. Yo pongo el alma en el escenario y espero que se ponga a bailar conmigo.

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