Es domingo por la tarde en casa de los Christiansen. Christina, tras una semana sin un solo respiro, se ha tomado la tarde libre y lee entusiasmada en el sofá el libro que compró el viernes, un ensayo del que todo el mundo habla en la universidad donde da clases, sobre cómo la sociedad tiende a rechazar a las personas que no se prestan a seguir comportamientos considerados como naturales por la comunidad pero que no dejan de ser convencionales si se analizan más en detalle. Está sentada cerca de Christoph, que también lee, en su caso, la sección de actualidad del suplemento dominical.
Cuando Christina termina el capítulo en el que estaba enfrascada, que discurría sobre el debate abierto acerca de si pueden ostentar el estatus de ciudadanía las personas sin redes sociales, levanta la cabeza para observar a su marido. Sostiene el periódico hecho un cilindro entre las manos y mira pensativo el jardín, a través del ventanal que hay frente a los dos sillones grises en los que les gusta sentarse a leer, no sólo por la luz natural que entra, sino también porque es en la pared que enfrenta la ventana donde Christoph, que es arquitecto y diseñó su propia casa, colocó la biblioteca.

Christina lo mira divertida. Está ensimismado, como si estuviera mirando algo en el jardín y al mismo tiempo estuviera perdido en sus pensamientos. El único movimiento que hace es meterse la mano por el cuello de la camisa, a la que ha desabrochado un botón para rascarse el hombro. Lo deja en su mundo y empieza a leer el siguiente capítulo, aún con una sonrisa en los labios. Cuando vuelve a levantar la vista, después de veinte páginas interesantísimas, su marido ha vuelto a retomar la lectura y se le ha borrado la cara de bobalicón que tenía la última vez que lo miró. Parece totalmente normal, salvo por un detalle. Está completamente desnudo. “¿Qué haces?” Christoph la mira sin entender la pregunta, un poco molesto por la interrupción. “¿Por qué te has quitado la ropa?” Aclara ella, sorprendida por tener que matizar una cuestión que le parecía obvia. “Ah, eso. Me molestaba el roce de la camisa con la piel.” “¿También el roce de los calzoncillos?” Christoph se encoge de hombros y vuelve a la lectura del periódico. Christina intenta hacer lo mismo con su ensayo, pero se ha alterado un poco y no es capaz de concentrarse así que se marcha a la cocina a preparar la cena.
El despertador de Christoph avisa de que el fin de semana se ha acabado. Christina se queda mirando el culo atlético de Christoph con ese lunar tan característico en el glúteo derecho, cuando sale de debajo de las sábanas y se mete en la ducha. Ella se levanta y empieza a preparar el desayuno. Está muerta de hambre. Ayer finalmente no cenaron. Con la excusa de que él ya estaba desnudo, hicieron el amor en el sofá, frente al ventanal, y de ahí a la cama, donde volvieron a hacerlo una segunda vez antes de quedarse dormidos.
Christina exprime unas naranjas y espera a oír que el calentador se ha apagado para poner la cafetera y el tostador, pero con el hambre que tiene no lo espera. Coge su tostada, su zumo y su café y se va a su despacho en la buhardilla a preparar la conferencia que tiene más tarde. “¡Tienes el desayuno preparado en la cocina!” Le grita. “Gracias, cariño, enseguida bajo”.
Diez minutos después, Christina escucha sentada frente al ordenador como su marido se despide de ella desde el piso de abajo y le desea buen día. Christina lo ve irse desde la ventana, pero cuando va a volver la vista hacia la pantalla para seguir trabajando tiene que girar bruscamente el cuello de nuevo, incrédula por lo que acaba de ver. Christoph tira la bolsa de basura orgánica, la de plásticos y la de vidrio y camina con su maletín en la mano por la acera hasta la parada de autobús que hay justo enfrente de casa, donde saluda a un par de vecinos que ya esperan allí. Christina los ve atónita charlando tranquilamente durante el par de minutos que tarda en llegar el autobús del eficiente y puntual servicio de transporte público de la ciudad. Christoph paga al conductor y seguramente le pregunta por su familia. Antes de que arranque, se sienta junto a una ventana y levanta la vista hacia la buhardilla para despedirse de Christina con una mano. Con la otra, sostiene el maletín, que es lo único que lleva puesto. El lunar en la parte derecha de su culo desnudo queda aplastado contra el asiento de plástico.
Christina no ha podido concentrarse durante su conferencia. Se le ha trabado la lengua en más ocasiones de las que su pudor le permite recordar, se ha quedado en blanco, ha perdido el hilo y su jefe de departamento le ha preguntado al acabar si se encontraba bien, porque no ha mostrado su habitual frescura en esta charla. Justo cuando está optando al puesto de catedrática, con los meses de estrés y duro esfuerzo que lleva a sus espaldas, a su marido se le ocurre aquella locura.
En cuanto sale del edificio neogótico de la universidad, con sus altos muros de ladrillo rojo y sus pirindolos de hierro acabados en punta, como sus nervios, saca el móvil del bolso y llama a Christoph. “¿Dónde estás?” “En el trabajo, ¿Dónde si no?” “Te han dejado entrar” “¿Por?” “¿Pero qué mosca te ha picado esta mañana” “¿A mí? No soy yo el que parece alterado. ¿Qué tal la conferencia, por cierto?” “No quiero hablar de eso ahora, no cambies de tema” “Está bien, mira yo no tengo la culpa de que estés tan nerviosa. Será mejor que nos veamos luego en casa”. Cuando suena el tono de haber colgado, Christina tira el móvil contra el suelo y la tapa y la batería salen volando. Unos estudiantes sentados en un corro en el césped a unos pocos metros levantan la cabeza, la miran y con un gesto apático vuelven a sumergirse en sus smartphones. Christina recoge las piezas de su móvil, las echa en el bolso y para un taxi. No está de humor para volver a casa en autobús.
Continuar con la segunda parte